Sea un cristiano proactivo, no pasivo
"En realidad, debería decir algo”. Usted acaba de presenciar algo que considera incorrecto. Al principio trata de ignorarlo, alejándose y tomando el rumbo opuesto, pero su corazón está en llamas. Quiere hablar, pero algo se lo impide: el miedo. Miedo de pasar vergüenza, de la reacción que podría provocar, de malinterpretar las circunstancias. “¿Quién soy yo siquiera para decir algo?” Los minutos corren; usted ve cómo se le escapa la oportunidad de actuar; trata de practicar mentalmente lo que diría en caso de que se decidiera a hacerlo. Su corazón late alocadamente mientras intenta armarse de valor para confrontar la situación. Mira alrededor, preguntándose si alguien más está al tanto de lo que sucede. “Seguramente hay otros más preparados que yo para intervenir en este caso”.
Pero nos los hay. Ninguna otra persona sabe del problema, y aunque la haya, probablemente está igual de confundida. Esta oportunidad de actuar le pertenece a usted, y a nadie más. ¿Se atreverá a hablar? ¿O dejará que el momento se desperdicie?
Aplique esta situación hipotética a un caso personal cualquiera. Podría tratarse de su amigo, que quiere conducir su automóvil de vuelta a casa después de haber bebido demasiado; tal vez a usted le hayan confiado información que podría lastimar a alguien que conoce, pero esa persona no sabe nada todavía; quizá usted esté en presencia de un desconocido que necesita ayuda en un lugar público, pero nadie está dispuesto a auxiliarlo, u observando cómo un adulto le habla a un niño de manera aparentemente inapropiada. También podría tocarle ser testigo de la forma demasiado familiar en que una persona casada se comporta con alguien que no es su cónyuge; o tal vez alguien nuevo ha asistido por primera vez a la Iglesia y usted desea saludarlo y darle la bienvenida, pero sus inhibiciones se lo impiden.
Son precisamente este tipo de situaciones (aquellas que hacen arder nuestros corazones y nos hacen sentir la apremiante urgencia de actuar, decir, o hacer algo) las que nos ayudan a romper la ilusión del tono pasivo. Es entonces cuando la tranquila sumisión a Dios se enfrenta al poder dinámico que nos lleva a empuñar la espada del Espíritu (Efesios 6:17). Muy a menudo, un espíritu de temor nos impide hacer que la luz de Dios brille de manera activa, pero “no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio” (2 Timoteo 1:7). Tener en nosotros “este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Filipenses 2:5) significa manejar enérgicamente el poder de Dios mediante el amor y no ceder al espíritu de miedo, sino, por el contrario, ser el conducto mediante el cual Dios puede hacer el bien en nuestras propias vidas y en las de nuestro prójimo, nuestros hermanos, cónyuges, desconocidos que llegan a nuestras vidas y, de hecho, en todo el mundo.
Es fundamental que entendamos esto, porque si nuestra única meta es dejar de pecar, el agua vivificante del evangelio se detiene en nosotros. Pero sabemos que nuestro llamado es mucho más que eso: es permitir que ríos de agua viva fluyan de nosotros (Juan 7:38).
¿Esclavo del pecado, o esclavo de la justicia?
La Escrituras esperan que hagamos obras, que produzcamos fruto. Pablo habló de “las obras de la carne” en contraste con “el fruto del Espíritu” (Gálatas 5:19-25). Jesús regañó a los fariseos por sus obras equivocadas (Mateo 23:3-5). Pablo lo explicó así: “¿No se dan cuenta de que uno se convierte en esclavo de todo lo que decide obedecer? Uno puede ser esclavo del pecado, lo cual lleva a la muerte, o puede decidir obedecer a Dios, lo cual lleva a una vida recta” (Romanos 6:16, Nueva Traducción Viviente).
Pablo afirma esto en términos inequívocos, porque generalmente nos comparamos con estándares mucho peores y nos autoengañamos pensando que las cosas no son tan malas como parecen (“Yo no tengo sexo ilícito, no hurto, no blasfemo a Dios”, etc.) Además, frecuentemente vivimos en una especie de piloto automático, es decir, no necesariamente optamos por pecar, pero en realidad tampoco escogemos la justicia. Sin embargo, el resultado a largo plazo de vivir de esa manera, no dejando que Cristo viva en nosotros, es el pecado. Cuando el siervo de la parábola de los talentos le dijo a su amo “tuve miedo, y fui y escondí tu talento en la tierra; aquí tienes lo que es tuyo”, la respuesta que recibió fue: “Siervo malo y negligente. . . echadle en las tinieblas de afuera” (Mateo 25:25-30).
“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados“
Pero tenemos buenas nuevas, ya que nuestro llamado a ser discípulos de Jesús viene acompañado de una hermosa promesa: “Venid a mí, todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mateo 11:28-30).
Yo nunca entendí muy bien este pasaje, porque en realidad desconocía el panorama mundial que representa. Además, a pesar de haber crecido en una zona en la que abundan los amish [agrupación religiosa cristiana que se resiste al uso de la tecnología y la electricidad y trabaja la tierra con arados tirados por animales], jamás vi ni entendí el concepto de un yugo como el que se usa en las bestias de carga. Déjenme explicarles: un yugo es un sólido madero que los granjeros colocan en la cerviz de dos bueyes para mantenerlos unidos. El granjero ata a ambos al yugo, y este les permite a las bestias tirar juntas y en armonía, multiplicando así su fuerza. Sin embargo, es indispensable que para un buen resultado se acoplen dos bueyes de fuerza relativamente similar, porque si uno es significativamente más fuerte que el otro, va a tirar del yugo mientras el otro se esfuerza por darle alcance, lo que hará que la energía de ambos se agote más rápidamente.
De acuerdo al panorama descrito por Jesús, podemos hacer algunas suposiciones: que siempre estamos caminando hacia adelante (haciendo obras, viviendo la vida), y que estamos bajo un yugo de algún tipo. El yugo de Jesucristo es fácil, liviano y menos gravoso, en claro contraste con otro yugo: el yugo de los pecados de este mundo, es decir, las cosas que dejamos de lado cuando decidimos seguir este camino de vida. Las obras de la carne (fornicación, borracheras, odio, celos, ambición egoísta, amargura, etc.) son el yugo que impone el gobernante de este mundo, Satanás. Él se encarga de atarnos a su yugo, y mientras más nos esforcemos por mantener su ritmo, más enfermos, débiles e insatisfechos nos sentiremos.
En comparación, Jesucristo dice que su carga, su yugo y su ritmo son fáciles. Esto no significa que él está propugnando un estilo de vida improductivo y en cierto modo indolente (vea la parábola de más arriba); por el contrario, él promueve un estilo de vida enfocado en una forma de vivir correcta. Lea los evangelios. ¿Cómo vivió Jesús su vida? Siempre estaba ayudando, sanando, escuchando, dando, perdonando, y mostrando compasión y misericordia. Y la gente lo amaba por ser así.
¿Qué significa para nosotros tener “este sentir que hubo también en Cristo Jesús”? Significa llevar a cabo activamente todas esas cosas que él hizo por el auténtico amor que sentía por Dios y los seres humanos. El resultado es una paz mental y una vida llena de recompensas (Juan 10:10).
Agentes de cambio
Cuando Jesús vino, comenzó su obra diciendo: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio” (Marcos 1:15). Como Rey de reyes él demostró con hechos cómo son su reino y su liderazgo, invitando a todos los que fueron testigos de ellos a que creyeran en él y se convirtiesen en sus súbditos. Muchos pensaron que Cristo iba a establecer su reino en toda su plenitud sobre la Tierra en aquel momento, derrocando a Roma y restaurando la gloria pasada y futura de Israel. Pero no lo hizo, y aquí estamos, 2000 años más tarde, y él todavía no ha regresado para cumplir lo que dijo. ¿Cuál debe ser nuestra actitud, entonces?
“¿A qué compararé el reino de Dios? Es semejante a la levadura, que una mujer tomó y escondió en tres medidas de harina, hasta que todo hubo fermentado”, dijo Jesús (Lucas 13:20-21). Nosotros somos la levadura, y el mundo es las tres medidas de harina. Cuando nos sometemos a Dios y permitimos que su mente esté en nosotros y hacemos su voluntad en lugar de la nuestra, haciendo su obra y guiando a la gente a Dios por la manera en que vivimos nuestras vidas, él trabaja de manera tranquila y casi imperceptible para expandir su reino y su influencia sobre esta Tierra.
Recuerde que en ningún momento el Reino de Dios ha dejado de existir. Sí, es cierto que por ahora no es de este mundo, y que los reinos de este mundo están bajo el dominio de Satanás (Efesios 2:2; Mateo 4:9), pero en el futuro Cristo retornará para intervenir en los asuntos humanos y expandir su reino a partir de este planeta.
Pero, mientras tanto, debemos tener en mente que no estamos simplemente esperando el inicio de su reino. Ya somos parte de él, y el método del que Dios se vale para expandirlo en la actualidad es mediante nosotros, en la medida que dejamos que la mente de Cristo more en nosotros. Él comenzó la buena obra, y la terminará (Filipenses 1:6). No obstante, para que él pueda hacerlo se necesita que se lo permitamos. No se trata de desligarse pasivamente de la vida y enfocarse únicamente en dejar de pecar, sino de someterse a la voluntad de Dios, dejar de lado nuestra manera de pensar humana, y usar poderosamente el Espíritu Santo en beneficio de las buenas nuevas del Reino de Dios. EC