Cómo responder ante el agravio
Ninguno de nosotros está exento de recibir insultos, pero la Palabra de Dios dice que los “pleitos” e “iras” son “obras de la carne”.
El incremento de las conductas agresivas en nuestra sociedad no debiera sorprendernos, pues se nos ha dicho que “en los últimos días vendrán tiempos peligrosos” (2 Timoteo 3:1). La creciente hostilidad de la generación actual se debe a que los hombres son “amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos” (v. 2). Con el aumento de tales conductas, en ocasiones seremos nosotros quienes las suframos.
Cuando nos agreden, es muy tentador ceder al impulso de desquitarnos. Ninguno de nosotros está exento de recibir insultos, especialmente a medida que se debilitan cada vez más los cimientos morales de nuestro mundo. A veces podemos ser defraudados sin mala intención, como me ocurrió recientemente cuando un comerciante me cobró de más. No me di cuenta del error sino cuando recibí el estado de mi tarjeta de crédito un mes después. Sin embargo, como no pude comprobarlo, el dueño de la tienda no quiso devolverme el dinero cobrado en exceso. Creo haber aceptado la pérdida de buena gana, pero ha habido instancias en las que no he tenido paciencia al recibir un mal servicio. Debo controlar mis pensamientos cuando reacciono ante alguien que me ha hecho daño, aunque haya sido sin querer.
¿Cuál debe ser nuestra respuesta cuando nos lastiman, aunque haya sido sin intención? Nuestra forma de reaccionar manifiesta en gran medida nuestro carácter. Debemos comparar nuestras reacciones con la de Cristo. “Cuando le maldecían, [él] no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pedro 2:23). Incluso le pidió a su Padre que perdonara a sus asesinos, diciendo que “no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).
Jesús nos enseñó a tratar de minimizar siempre los conflictos en lugar de dejar que se agraven. Nos animó a detener la escalada de insultos y estar dispuestos a sufrir el agravio. Eso fue lo que quiso decir con la frase “Al que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra” (Mateo 5:39). Pablo reiteró el mismo principio cuando les dijo a los corintios: “¿Por qué no sufrís más bien el agravio? ¿Por qué nos sufrís más bien el ser defraudados?” (1 Corintios 6:7).
Estas normas se aplican también a nuestras relaciones e interacciones con los demás. El estado de derecho es nuestra garantía contra el comportamiento físicamente abusivo y perjudicial. Porque “las autoridades que hay han sido establecidas por Dios”, y “[la autoridad] es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo” (Romanos 13:
1-4). Imponer el “ojo por ojo” le corresponde al juez; perdonar a nuestros enemigos es nuestro deber.
Según determina la ley, usted podría estar en su derecho al tomar represalias proporcionales contra cualquiera que lo insulte o le haga daño. Sin embargo, la Palabra de Dios dice: “No digas: ‘Me voy a vengar de este mal’; espera a que el Señor se ocupe del asunto” (Proverbios 20:22, Nueva Traducción Viviente). El camino que conduce a la reconciliación comienza ignorando nuestra inclinación natural a desquitarnos cuando nos perjudican. Perdonar un agravio, yendo más allá del derecho legal a ser indemnizado, puede lograr que el corazón de un ofensor se vuelva hacia uno. Por lo tanto, “No paguéis a nadie mal por mal”, sino que “Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres” (Romanos 12:17-18).
Si usted es víctima de maltrato, puede ser difícil no dejarse llevar por el intercambio de insultos. Pero la Palabra de Dios dice que tales “pleitos” e “iras” son “obras de la carne” (Gálatas 5:19-20). Recuerde: “Un necio se enoja enseguida, pero una persona sabia mantiene la calma cuando la insultan” (Proverbios 12:16, NTV). Si necesita ayuda para no actuar con necedad, pídale a Dios: “Pon guarda a mi boca, oh Eterno; guarda la puerta de mis labios” (Salmos 141:3-4). Así, pues, no devolvamos “mal por mal ni maldición por maldición, sino al contrario, bendiciendo, sabiendo que para esto fuisteis llamados” (1 Pedro 3:9). De este modo será evidente que somos “irreprensibles y sencillos . . . sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo” (Filipenses 2:15). EC