¡Regocíjense conmigo!

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¡Regocíjense conmigo!

Mi hijo mayor murió el verano pasado. Sobreponerse a la pérdida de un hijo no es nada fácil, a pesar de que el plan de Dios y lo que nos espera en el futuro nos da gran consuelo. Las primeras noches después de su deceso yo me daba vueltas en la cama y despertaba a cada hora. Me iba a caminar sola para aliviar un poco el estrés.

Pero más que nada, oraba, y lo mismo hacían muchos de mis maravillosos hermanos. Pronto empecé a sentir como si Dios me acunaba en sus manos y pude volver a dormir en paz nuevamente. Cada tarjeta y cada abrazo que recibía significaban para mi mucho más de lo que puedo expresar. “De manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan” (1 Corintios 12:26).

Mi intención es escribir aquí, no sobre el aspecto del sufrimiento, que Dios milagrosamente ha sanado, sino sobre lo que significa regocijarse. Yo sé que ustedes se alegrarán conmigo una vez que lean esta historia.

Cuando yo era niña, mi hermanita menor me reveló que nuestro papá no era mi padre, sino solo de ella. Un pariente nuestro se lo había contado. Esto me impactó profundamente, pero una vez que me enteré de que tenía otro papá, quise saber todo lo posible acerca de él. Rogué incesantemente a mi mamá para que me diera toda la información que ella tenía en relación a mi padre.

Mi mamá me dio su nombre y me dijo que él era alemán, rubio, de 1.80 m. Ambos eran muy jóvenes, y los padres de él habían impedido su matrimonio. Él se unió al ejército y su madre quemó todas sus cartas, excepto una, que mi madre me leyó. Ambas atesoramos aquella carta por muchos años, y ese fue el único vínculo que tuve con mi padre biológico.

Mi padre volvió a casa durante uno de sus permisos y fue a vernos a mi madre y a mí, su bebita recién nacida, a la estación de servicio que pertenecía a mis abuelos maternos. Él quiso tomarme en sus brazos, y fue lo único que pudo hacer, porque ya era tarde para lo demás: mi madre se había casado. Mi padre me besó en la cabeza y tocó mi mejilla. Luego me devolvió, se dio la vuelta y se fue rápidamente, antes de que alguien pudiera ver sus lágrimas.

Durante toda mi infancia soñé con que mi padre pudiera encontrarme algún día. En mi imaginación, él iba a venir montado en un caballo blanco y me rescataría cuando las cosas se pusieran difíciles. Yo quería encontrarlo, pero no tenía idea de cómo hacerlo. Yo sabía que probablemente él también tenía una familia, y me pregunté si tendría otros hermanos o hermanas. Según lo que yo sabía, yo tenía al menos una tía y algunos tíos. ¡Cómo me hubiera gustado conocerlos!

Cuando me bauticé, gran parte de esa ansiedad por conocer a mi verdadero padre se disipó. Me sentía muy confiada, porque ahora tenía un Padre en los cielos que era aún mejor que cualquier padre físico. Mi Padre podía escucharme en cualquier momento, y estaba siempre conmigo. “Uno de estos días”, pensaba yo, “probablemente voy a tener el placer de conocer al hombre que me engendró, en el Reino de Dios”.  Tendría que esperar hasta entonces para poder hablarle.

El tiempo pasó, y llegué a tener mi propia familia. Después llegó el Internet, facilitando enormemente el acceso a la información. Yo ya tenía 42 años cuando mi esposo compró nuestro primer computador, y de vez en cuando hacía breves intentos por encontrar a mi padre biológico, pero no era una prioridad para mí, porque tenía a mi Padre celestial.

En el año 2012, después de que falleció mi hijo, se dio a conocer el censo de 1940 en los Estados Unidos. Yo tengo cierta inclinación por las genealogías, que es como armar un rompecabezas, y pensé que como mis padres habían nacido en los años treinta, ¡debían figurar en dicho censo! Así las cosas, un día viernes comencé mi investigación por aquí y por allá. Yo sabía que mis padres vivían en la misma calle, y rápidamente encontré a la familia de mi padre. Yo tenía plena certeza de haber hallado a la persona correcta, y en una hora y media pude rastrear su árbol genealógico hasta 1790. ¡Fue algo realmente fantástico!

Entré al cuarto de al lado y le conté a mi esposo las buenas nuevas; le pregunté si debería intentar nuevamente encontrar a mi padre, y él me dijo que lo hiciera mientras aún había tiempo. Y por supuesto, el Internet ahora tiene formas aún más eficaces para encontrar a alguien.

Escribí en Facebook el nombre de mi padre y el estado donde él vivía. Aparecieron siete personas con el mismo nombre; estudié cuidadosamente sus antecedentes, y una de ellas parecía tener una edad aproximada a la de mi padre. Enseguida le envié a esa persona un breve mensaje: “Buscando a la familia. ¿Conocía usted a . . . (el nombre de mi madre)? ¿Es su padre . . .? Ahora solo debía esperar.

Cuando volvimos a casa después de los servicios, exactamente siete semanas después del fallecimiento de mi hijo, revisé el sitio de Internet ¡y encontré una respuesta!:  “Sí, sí la conocí. Ambos vivíamos en Lockwood Dr. ¿Quién es usted? [Más tarde, él me confesó que ya sabía la respuesta]. Aquí está mi dirección de correo electrónico, por favor póngase en contacto conmigo lo antes posible”. ¡Mi corazón latía muy rápido!

Le escribí un correo electrónico y le dije que pensaba que él era mi padre, que tenía 57 años, que mi tipo de sangre es muy poco común, y que si no le importaba, por favor me dijera su tipo de sangre, solo para confirmar la paternidad. Me dio mucho pesar decirle que mi madre había muerto hacía más de un año, y le conté también un poco sobre mí y mi familia.

Inmediatamente recibí una respuesta de vuelta: “¡Sí, yo soy tu padre!” ¡Él tenía mi mismo tipo de sangre! Me dijo que su esposa había muerto a principios de ese año, el mismo día del cumpleaños de mi hijo fallecido. ¡Este hombre no solo me acogió, sino que nos adoptó a mí y a toda mi familia! Él había estado buscándonos a mi madre y a mí, pero no sabía su apellido de casada ni a donde se había mudado en los años siguientes. Supe que tengo dos hermanastros menores por parte de mi padre. Él me dio su número de teléfono y me pidió que lo llamara tan pronto fuera posible;  ¡tuve que tratar de calmarme y meditar momentáneamente en todo esto!

Finalmente, llamé a su número. Su voz tenía el maravilloso acento de quienes viven en Texas, con el que crecí, y que me encanta. Él pensaba un poco antes de responder mis preguntas y me decía “Madame”. En ambos extremos de la conexión telefónica había un inmenso gozo, y los dos derramamos lágrimas de felicidad. Yo siempre fui diferente a todos los demás miembros de mi familia, ¡pero soy tan parecida a este hombre, que llega a ser absurdo! Hemos hablado y nos hemos reído mucho; mi padre se ha convertido en uno de mis héroes, como deben ser todos los padres para sus hijos, y como nuestro Padre celestial lo es para todos nosotros.

Mi padre tiene cáncer, y por un tiempo me entristecí mucho al respecto. Pero tengo plena confianza en que Dios —quien nos ha demostrado que podemos confiar en él— ama a mi padre y lo cuidará. Agradezco de antemano a todos mis hermanos que estarán orando por su salud.

Yo casi siempre evito hablar de religión con otras personas, pero como se acercaban algunas festividades paganas, decidí que era mejor decirle a mi padre que yo no observo esos días para que así no se preocupara si no recibía una tarjeta mía. ¡Él se puso muy contento cuando le conté, y quiso saber más y más acerca de mis creencias! Me dijo que él se había cuestionado estas cosas casi toda su vida.

Y tan pronto supo acerca de las carnes limpias e inmundas, ¡eliminó todo lo inmundo de su casa! Lo mismo hizo con los festivales paganos: los eliminó de su lista de cosas por hacer, y comenzó a observar cuidadosamente el sábado de puesta de sol a puesta de sol. ¡Yo estaba muy asombrada e impresionada! Solicitó los folletos de la IDU y los ha estudiado diligentemente, y ve nuestros servicios religiosos a través de Internet. ¡Y yo estoy más que feliz por todo esto!

La forma en que se produjeron todos estos hechos no es otra cosa que un milagro. Mi padre había estado en Facebook solo unos cuantos meses, y había estado considerando cerrar su cuenta, así que el momento fue perfecto. ¡El ánimo que mi padre y yo hemos sentido es un gran regalo de Dios!  Pareciera que los años se han desvanecido y que nos hemos conocido desde siempre. He aprendido mucho acerca de Dios ahora que conozco a mi padre, porque las familias son un pequeño reflejo de lo que es la familia de Dios. Es tan maravilloso amar a alguien y que esa persona lo ame a uno también. ¡El amor de Dios por nosotros debe ser mucho más profundo y poderoso! Uno tiene la certeza de que alguien lo protege: ¡ese alguien es Dios!

El fin de semana pasado, mi hijo menor y yo viajamos a Texas para conocer a mi padre en persona. Hablamos, reímos y cantamos juntos. Le dije a mi esposo que cualquiera que me conoce, conoce también a mi padre, porque nuestras personalidades son muy similares. Ahora entiendo mejor lo que Jesucristo quiso decir cuando declaró: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9). Aun sin haberlo visto antes, yo ya conocía a mi padre. Solo tomó unos momentos el conocerlo, y en breve nos reuniremos con nuestro Padre celestial, aunque ya lo conocemos. ¡Quién sabe qué alegrías tiene Dios guardadas para nosotros a la vuelta de la esquina! ¡Regocijémonos!