El poder de las disculpas

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El poder de las disculpas

Parte de mi trabajo consiste en mediar cuando se presentan desacuerdos interpersonales. La mayoría de los conflictos pueden ser resueltos por los mismos involucrados, pero como a todos nos ha tocado experimentar en algún momento, a veces es necesaria la intervención de un tercero para ayudar a resolver las diferencias.

En ocasiones, las situaciones se agravan si alguna de las partes siente amenazada su “dignidad” y además considera que la forma en que ella ha manejado el conflicto es la “correcta”, cuando la verdad es que pudo haber hecho o dicho cosas ofensivas. Esto provoca que se profundicen aún más los sentimientos heridos, lo que puede conducir a la amargura o a algo peor.

Mientras tratamos de mediar objetivamente cuando escuchamos las conflictivas versiones —a veces muy extensas— de incidentes y hechos, nos preguntamos cuál será la mejor manera de resolver el desacuerdo. ¿Cómo lograr que dos o más personas que asisten a la misma congregación estén en paz unas con otras? Esto incluye también las relaciones entre otras personas, tanto en el ministerio como entre los miembros de la Iglesia.

A menudo, la solución más práctica es disculparse, independientemente del origen del problema. Esto puede parecer demasiado simplista, pero es una manera de acelerar el proceso de restablecimiento de las relaciones. Entre más tiempo se prolongue el problema, más difícil será lograr que sanen las heridas.

Pero, ¡cuidado! Las disculpas tienen que ser sinceras para que cumplan su cometido. Excusas fingidas o despectivas  como “lamento que te sientas así”, o “lamento si . . .”, solo contribuyen a ahondar las heridas. Lo que realmente surte efecto es pedir una disculpa sincera, cualquiera haya sido nuestra parte en el incidente. Esta actitud puede incluso provocar el efecto de “amontonar ascuas de fuego” (Romanos 12:20) en aquellos que pudieran estar en contra nuestra y, más aún, pudieran ser nuestros “enemigos”.

Al pedir disculpas, tenga en cuenta los siguientes pasos:

1. Reconozca específicamente si ha contribuido de alguna manera a agravar la situación; evite la ambigüedad, para que no haya lugar a conjeturas por parte de la otra persona.

2. Asuma su responsabilidad por el dolor o el daño causado. Asegúrese de que la otra persona sepa que usted reconoce su parte de culpa.

3. Exprese disculpas sinceras por el hecho.“Nunca debimos dejar que las cosas llegaran a tanto. Nuestra relación es más importante que nuestros problemas”.

4. Pida perdón.Ello nunca es fácil, pero hacerlo constituye una parte indispensable del proceso de restauración y en la efectividad de las disculpas.

5. Comprométase a esforzarse para que la situación no se repita.Demuéstrele a la otra persona que está arrepentido y que está tratando de cambiar su carácter.

6. En cuanto esté a su alcance, haga lo necesario para resarcir a la persona agraviada.

Pedir disculpas es fácil y difícil a la vez y los puntos anteriores son bastante básicos, pero tener la determinación y el valor para humillarse ante a alguien que pudiera no aceptar sus disculpas es un tema complicado. El orgullo es el principal obstáculo para pedir disculpas siguiendo los pasos descritos anteriormente y es aquí donde entran en conflicto el verdadero carácter cristiano y el deber de hacer lo correcto. El orgullo persistente siempre agrava las situaciones; sin embargo, no debemos olvidar que Dios nos ha llamado a vivir en paz. El apóstol Pablo inicia muchas de sus epístolas diciendo: “Gracia y paz a vosotros”. La paz es el resultado de un esfuerzo consciente, y gestos amables como un simple “lo siento”, acompañados por un deseo sincero de vivir en armonía y por mantenerla, son un gran avance para alcanzar esa paz.

¿Hay alguien con quien quisiera disculparse sinceramente el día de hoy? Si ese es el caso, hágalo, porque así podría liberarse de una más de las pesadas cargas de la vida, mientras recorremos juntos este camino de vida cristiano.