Pentecostés: el suceso crucial que cambió las reglas del juego
El momento más transcendental en la historia de la humanidad
El registro de la historia humana ha estado colmado de hitos, o sucesos cruciales.
Los sucesos cruciales son momentos en los que cambió el curso de la historia de la humanidad y esta ya no volvería a ser la misma. Acontecimientos como la invención del motor a vapor, el asesinato del archiduque Fernando, la invención de la imprenta, etc., cambiarían la historia de la humanidad de manera extraordinaria y medible, llevándola por un sendero muy diferente del que hubiese tomado si estos nunca hubiesen tenido lugar.
Podemos estudiar el registro histórico y ver muchas instancias en las cuales la humanidad llegó a una bifurcación en el camino y cambió drásticamente de dirección, a veces para mejor y otras para peor.
Uno de esos acontecimientos históricos no recibe mucha prensa, pero verdaderamente representa uno de los momentos decisivos más importantes de la historia porque a partir de él, nada volvería a ser lo mismo: la entrega del Espíritu Santo en el día de Pentecostés, en el año 31 d. C.
Cuando Cristo habló con sus discípulos en la víspera de su crucifixión, les dijo que tenía que irse (capítulos 14, 15, 16 y 17 de Juan), y que el Padre enviaría a un Consolador, el Espíritu Santo, la esencia misma de Dios. Les dijo que él y su Padre morarían en ellos, describiendo el drástico cambio que experimentarían aquellos que se convirtieran en hijos de Dios.
Los sucesos se llevaron a cabo tal como Cristo había dicho: fue traicionado, crucificado y resucitado, y luego apareció frente a sus discípulos durante las semanas que precedieron el Día de Pentecostés. En su aparición final frente a ellos, les dijo: “He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Lucas 24:49).
En Hechos 2 podemos leer el relato de cómo Dios envió el Espíritu Santo a quienes estaban reunidos en Jerusalén el Día de Pentecostés en 31 d. C. Nos dice que el Espíritu de Dios descendió como el sonido de un gran viento, como lenguas de fuego que se posaron sobre cada uno de los presentes. Aquellos que recibieron ese Espíritu adquirieron la habilidad de hablar en los idiomas de otras personas y entenderse entre sí sin importar su nacionalidad. Algunos se burlaron, pero otros comprendieron lo que estaba pasando.
En su famoso sermón, el apóstol Pedro relacionó este evento con el derramamiento del Espíritu Santo sobre la humanidad profetizado en Joel 2, y valientemente declaró que si los presentes se arrepentían y bautizaban, también recibirían el Espíritu Santo de Dios. Dios ya no moraría con su pueblo, sino en su pueblo.
Por primera vez en la historia del hombre, la humanidad entera, sin importar su nacionalidad, tendría acceso a la mente de Dios y al entendimiento de las cosas espirituales.
Sin el don del Espíritu Santo de Dios no podríamos comprender plenamente su plan para nosotros ni encontrarle sentido a nuestro rol dentro de él, no podríamos superar nuestros pecados ni tampoco crecer en amor por nuestro prójimo. El espíritu del hombre no es capaz de llevar a cabo estas cosas: el Espíritu de Dios es necesario para que podamos lograrlo.
Debido a que hemos creído, nos hemos arrepentido, bautizado y recibido su Espíritu, tenemos una increíble oportunidad de convertirnos en las primicias de Dios y de ser parte de la primera resurrección junto a Jesucristo, sirviendo a la humanidad en el Milenio como parte del Reino de Dios.
Estas cosas no se consiguen por voluntad propia: son un obsequio de Dios y representan una oportunidad que él otorga a quienes ama; es la herencia que él ofrece a sus hijos que han permitido que el Espíritu Santo que mora en ellos los guíe.
La entrega del Espíritu Santo en el Día de Pentecostés representa uno de los momentos cruciales en la historia de la humanidad. En ese día, el curso de la humanidad cambió para siempre. Dios le ofreció a la humanidad la oportunidad de ser parte de su familia; le ofreció una oportunidad de superar su naturaleza humana y, con el tiempo, llegar a ser más como él. Ese nivel de cambio dentro de nosotros es imposible sin el poder transformador del Espíritu de Dios que opera en nuestras vidas, cambiándonos en lo más profundo de nuestro ser a medida que nos entregamos a él.
¿Nos estamos entregando a él? ¿Vemos el fruto de ese Espíritu en nuestras vidas?
A medida que el Día de Pentecostés se acerca, meditemos en la importancia de este aspecto del plan de Dios y reflexionemos respecto a la obra de su Espíritu en nuestras vidas. EC