Cómo ser uno con Dios y con los demás
“¿Por qué creó Dios a la humanidad?” Esta pregunta se escucha con bastante frecuencia. En Isaías 43:6-7 él se refiere a nosotros como a sus “hijos e hijas”. Esto denota una relación familiar que Dios, nuestro Padre, claramente desea. Fuimos creados para su gloria, como dice el versículo 7: “. . . todos los llamados de mi nombre; para gloria mía los he creado, los formé y los hice”. Dios nos creó para amar y ser amados por él. 1 Juan 3:1 dice: “Mirad cuán amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios”. En una relación familiar, las personas deben amarse unas a otras y crecer mutuamente en ese amor.
Hay una manera especial en la que nosotros, como hijos de Dios, podemos glorificarlo y amarlo: a través de nuestras acciones, llamadas justicia. Dios el Padre ha coexistido junto con el Verbo desde antes del comienzo de los tiempos. El Verbo tomó forma humana y se convirtió en Jesucristo con un propósito específico. Juan 1:14 nos revela esta verdad: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad”. Dios Padre y el Verbo eran y son uno solo. Uno en propósito, carácter y esencia. Este fue también el propósito de Dios para nosotros desde el principio: que fuéramos uno con ellos de la misma manera.
Las consecuencias de las malas decisiones del ser humano, llamadas pecado, lo han apartado de Dios. El camino para desarrollar el tipo de relación que Dios desea para nosotros se inicia en el libro de Génesis, donde Dios proclama: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza” (Génesis 1:26). Dios nos hizo para tener dominio sobre toda la creación física. Ordenó a Adán y Eva que procrearan y llenaran la Tierra con otros seres humanos, y que se enseñorearan de ella. La palabra hebrea para enseñorearse significa supervisar o ser los cuidadores de la Tierra y sus seres vivos. Con ello podrían ayudar a evitar el caos o la destrucción de la creación de Dios.
A continuación, Dios les dio instrucciones específicas que debían obedecer: no debían comer de un árbol específico del huerto de Edén, o morirían. También les dio libre albedrío para decidir qué camino tomar, pero ellos desobedecieron a Dios y el pecado (la injusticia) entró en la familia humana, y junto con él la muerte. Dios preveía que tal suceso ocurriría, como revela 1 Pedro 1:18-20. Dios Padre y el Verbo idearon un proceso para salvarlos de la irreversibilidad de la muerte. El Verbo, que se convirtió en Jesucristo (Juan 1:14), estaría en el centro de ese plan: “Como bien saben, ustedes fueron rescatados de la vida absurda que heredaron de sus antepasados. El precio de su rescate no se pagó con cosas perecederas, como el oro o la plata, sino con la preciosa sangre de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin defecto. Cristo, a quien Dios escogió antes de la creación del mundo, se ha manifestado en estos últimos tiempos en beneficio de ustedes” (1 Pedro 1:19-20, Nueva Versión Internacional).
El pecado se ha transmitido a lo largo de cada generación a través de los siglos. Aquello que iba a ser una relación gloriosa con Dios fue interrumpido por el pecado. La esperada comunión y unidad con Dios el Padre y el Verbo se retrasaron; por tanto, se hizo necesario que la humanidad fuera redimida o salvada de esa pena de muerte. La humanidad experimentaría la muerte física, pero podría librarse de la muerte eterna mediante un proceso de reconciliación y el sacrificio de Jesús para pagar la pena por todos los que decidieran arrepentirse.
La reconciliación requiere arrepentirse, admitir que se ha obrado mal y hacer un esfuerzo voluntario para cambiar el comportamiento pecaminoso por la rectitud. Es un elemento esencial del proceso de salvación, que significa librar a un individuo de la pena máxima de la muerte eterna. La intención era llevar a los hijos e hijas de Dios a un estado restaurado de comunión, armonía y unidad con la familia de Dios. En 2 Corintios 5:18-19 se expone claramente este proceso. “Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación”.
Era necesario que se hiciera una expiación por los pecados perpetrados por la familia humana y el único Ser que podía realizar ese sacrificio era el Verbo, que adoptó forma humana en la persona de Jesucristo. Él aceptó voluntariamente este papel por su amor al Padre y a cada uno de nosotros, y llevó a cabo aquel sacrificio mediante el derramamiento de su sangre y muerte por crucifixión.
Esto abrió la puerta para que nos uniéramos a la familia de Dios, que siempre ha sido el objetivo de nuestro Padre celestial. Romanos 3:24-25 lo explica de esta manera: “Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados”. Colosenses 1:14 lo expresa de manera similar: “. . . quien compró nuestra libertad y perdonó nuestros pecados” (Nueva Traducción Viviente). Este perdón que el Padre nos ha otorgado es un magnífico regalo que nos extiende por el amor que nos tiene como a hijos, no algo que nos hayamos ganado.
Otro elemento importante de nuestro acercamiento al Padre y al Verbo implica la eliminación del archienemigo, Satanás, que se entrometió en la vida de los primeros humanos, Adán y Eva, y ha seguido haciéndolo en todas nuestras vidas. El Día de Expiación simboliza un acontecimiento muy importante en la vida de todos los seres vivos. La palabra expiación significa “cubrir la deuda de uno”, que fue lo que hizo la sangre de Cristo: cubrió la deuda de nuestros pecados.
Azazel, el macho cabrío (chivo expiatorio) del que se habla en Levítico 16:21-22, representa a Satanás. “Y aquel macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra inhabitada; y [el sacerdote Aarón] dejará ir al macho cabrío por el desierto”. Satanás es el nombre de ese ser que habita en el desierto. Vemos en Apocalipsis 20:1-3 que tal acontecimiento tendrá lugar después del regreso de Cristo a la Tierra. “Vi a un ángel que descendía del cielo, con la llave del abismo, y una gran cadena en la mano. Y prendió al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás, y lo ató por mil años; y lo arrojó al abismo, y lo encerró, y puso su sello sobre él, para que no engañase más a las naciones, hasta que fuesen cumplidos mil años”. Con Satanás fuera de escena, la familia humana disfrutará de un período de paz sin precedentes en la Tierra.
¿Qué requiere Dios de nosotros a cambio de este grandioso regalo que ha decidido darnos? “Teme a Dios y guarda sus mandamientos” (Eclesiastés 12:13). Hay otro elemento importante para lograr la unidad con la familia de Dios y con nosotros como hijos del Dios vivo. Existe una profunda necesidad y deseo de que todos seamos uno con los demás también. Necesitamos eliminar las “rencillas familiares”, los resentimientos, la amargura y la falta de perdón entre nosotros. No podemos estar verdaderamente reconciliados con Dios si no estamos también reconciliados entre nosotros. Mateo 5:23-24 habla de la importancia de esto: “Por tanto, si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda”. Se nos amonesta reparar las relaciones rotas si nosotros somos los ofensores. Un corazón que no perdona y se aferra a la amargura, el resentimiento y la ira es contrario a Dios y su forma de vida. Tenemos que enmendar las cosas, pedir perdón y restablecer una relación correcta con nuestros hermanos. Esto es lo que Dios desea de cada uno de nosotros, y esta es la única manera en que podemos reconciliarnos verdaderamente con él y ser uno con todos en la familia divina.
El Día de Expiación y el proceso de reconciliación contienen elementos clave que proporcionan los medios para que los hijos de Dios finalmente cumplan su propósito supremo en el mundo de mañana. Podremos ser los cuidadores de la creación de Dios y formar parte del nuevo orden que el Padre y el Verbo han diseñado para nosotros. Todavía habrá cosas maravillosas de las que participaremos y que aún no nos han sido reveladas. Será algo glorioso, emocionante y lleno de alegría y paz, y todo se lo debemos a nuestro amoroso Padre y al Verbo que se hizo hombre por amor a nosotros. EC