#292 - 2 Pedro 1: "Una iglesia infiltrada que debe cuidar su legado"

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#292 - 2 Pedro 1

"Una iglesia infiltrada que debe cuidar su legado"

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En esta Segunda Epístola de Pedro, el apóstol Pedro está por morir y envía este segundo mensaje a los hermanos de la iglesia. En la Primera Epístola, Pedro los instó a mantenerse firmes ante las pruebas, y ahora las pruebas finales le llegaron a Pedro, de tal manera que sabe que pronto morirá. 

La muerte no es lo que más le preocupa a Pedro, sino los falsos maestros que están infiltrando toda la iglesia con graves herejías. Pedro tiene que denunciarlos para que los miembros fieles se den cuenta, estén atentos y no se dejen engañar. 

Este tema de la infiltración por falsos maestros de la iglesia es común en prácticamente todos los apóstoles al final de sus vidas. Pablo los identificó como “falsos apóstoles, obreros fraudulentos, que se disfrazan como apóstoles de Cristo". Y no es maravilla, porque el mismo Satanás se disfraza como ángel de luz. Así que, no es extraño si también sus ministros se disfrazan como ministros de justicia; cuyo fin será conforme a sus obras” (2 Corintios 11:13-15). Pablo llamó este falso sistema, que tendría diferentes matices, como “el misterio de la iniquidad” (2 Tesalonicenses 2:7). Juan también los denunció fuertemente, y Jesucristo le reveló, al final del primer siglo, que este falso sistema llegaría a tener enorme éxito en el mundo al mezclar el cristianismo con el paganismo babilónico. La iglesia falsa llegaría a ser una “reina” religiosa impura del mundo que dominaría los reyes y muchas naciones de la tierra (vea Apocalipsis 17:1-2; 18). 

El origen del sistema es delatado al ser nombrado: “Misterio, la gran Babilonia, madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra” (Apocalipsis 17:5, NRV). Dios quiere dejar en claro que este sistema religioso estaría lleno de “misterios”, o doctrinas que no provienen de la misma Biblia, sino de la religión babilónica. 

¿Qué sucedió en realidad en esa primera etapa de la iglesia? Normalmente, para despistar a los investigadores, la mayoría de los comentaristas mencionan que todo esto tiene que ver con los gnósticos, unos grupos de cristianos renegados que mezclaron la astrología, la filosofía griega y el judaísmo. Se enfocaban en un “conocimiento” o gnosis especial que sería entendido sólo por los iniciados. Es cierto que los gnósticos comenzaron a surgir en los tiempos de los apóstoles, y son descritos en el libro de Colosenses, pero en realidad, los gnósticos llegaron a ser un gran problema mucho más tarde en la historia. Pero antes de ese tiempo, lo que verdaderamente amenazaba a la iglesia era un sistema mucho más cercano al verdadero cristianismo, pues el gnóstico era fácil de identificar. Sin embargo, este otro se disfrazaba para engañar a muchos hermanos. Cristo predijo esta infiltración en la parábola de la cizaña entre el trigo, que plantaría Satanás dentro y fuera de la iglesia (Mateo 13:37-43).

Destacados historiadores de la iglesia del primer siglo reconocen que existe una “misteriosa laguna casi total” de información de la iglesia después de la muerte de Pablo y Pedro. Esta laguna en realidad se extiende casi por un siglo, desde el año 70 hasta el año 170. El gran historiador inglés, Edward Gibbon, escribe: “La poca y sospechosa información que existe sobre la historia de la iglesia casi nunca nos permite despejar la oscura nube que pende sobre la primera edad de la iglesia” (La Decadencia y Caída del Imperio Romano, p. 260). 

Otro historiador, Jesse Hurlbut comenta: “Después de la muerte de San Pablo, y por espacio de cincuenta años, sobre la iglesia pende una cortina, a través de la cual, en vano nos esforzamos por mirar; y cuando al final se levanta aproximadamente en el año 120, con los registros de los padres primitivos de la iglesia, encontramos una iglesia muy diferente en muchos aspectos, a la de los días de San Pedro y San Pablo… Después de la muerte de San Pedro y San Pablo, y por espacio de cincuenta o sesenta años, la historia de la iglesia está en blanco” (La Historia de la Iglesia Cristiana, p. 37, 55). Otro historiador, William McBirnie agrega: “Después de Lucas y los otros escritores bíblicos, por un tiempo en la iglesia solo hay silencio. Parece como si el cristianismo estuviera dentro de un túnel, todavía activo, pero oculto” (La Búsqueda de los Doce Apóstoles, p. 15).

Los falsos maestros como lobos disfrazados

Lo que sucedió es que todos los apóstoles que sobrevivían estaban combatiendo en ese tiempo el falso sistema religioso, esa “cizaña” que Satanás estaba sembrando con tanta astucia en la iglesia. Los apóstoles Pedro, Judas, Juan y Pablo estaban luchando juntos contra esta infiltración de herejías y fuertemente lo denuncian. Por eso, antes de morir, Pedro quiere dejar esta epístola como su legado y último testamento. La escribe con mucha urgencia, y no se puede preocupar mucho del estilo, como lo hizo anteriormente con la primera epístola. Ahora es muy vehemente, pues, estos “corderos” que Cristo le encomendó a Pedro que fueran cuidados, estaban siendo devorados por los falsos maestros. ¡Y no hay nada que alarme y enfurezca más a un verdadero pastor que cuando hay, como dijo Jesús en Mateo 7:15, “lobos disfrazados de ovejas” en el rebaño! 

Otro historiador, Herman Hoeh, aclara aún más cuál era la situación: “Mientras que la iglesia en el Este se mantenía unida mediante Pella y Antioquía, la iglesia en Roma —con la mayoría de sus miembros principales martirizados —vino a ser presa de los falsos maestros. Tan pronto como Pedro fue martirizado, probablemente cerca del año 80 d.C., los acontecimientos llegaron al clímax. Ya no estaban Santiago, Pedro o Pablo. Solo Juan estaba vivo. La apostasía se desarrollaba con gran rapidez, especialmente en la parte occidental. Muchas personas que escuchaban a los falsos maestros empezaron a buscar nuevos líderes y nuevas iglesias centrales. ¡No buscaron a Cristo, cabeza de la iglesia!” (La Verdadera Historia de la Verdadera Iglesia, p. 16). 

Comencemos, pues, a estudiar esta epístola. Dice: “Simón Pedro, siervo y apóstol de Jesucristo, a los que habéis alcanzado, por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo, una fe igualmente preciosa que la nuestra: Gracia y paz os sean multiplicadas, en el conocimiento de Dios y de nuestro Señor Jesús” (2 Pedro 1:1-2). 

Pedro primero se identifica como “siervo” de Jesucristo. El término es doulus, y significa ser un esclavo. En vez de usar un título rimbombante, Pedro se llama humildemente “un esclavo de Jesús”. Según uno crece más espiritualmente, más deja de lado el orgullo y la vanidad, y va al meollo del asunto, que es ser comprado y “rescatado” del actual mundo, como dijo Pedro en 1 Pedro 1:19, “con la sangre preciosa de Cristo”. Uno reconoce que no es nada sin Dios. 

Luego Pedro les revela que la fe que ellos tienen es de la misma calidad que la de los apóstoles, al ser, “igualmente preciosa”. En otras palabras, no hay diferencia entre la fe de los judíos y de los gentiles que se convierten, pues todos tienen el mismo privilegio de pelear la buena batalla y entrar un día en el reino de Dios.

A la vez, Pedro señala que Cristo es Dios, igual que el Padre es Dios. Hay dos personas divinas dentro de esa familia llamada “Dios”, pues Cristo mismo se llama “el Hijo” y llama a Dios “el Padre”. Por eso, esta relación es de una familia divina.

Luego Pedro señala que esa fe tiene que ser cuidada, cultivada y alimentada, o puede morir. Dice: “Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia, por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia; vosotros también, poniendo toda diligencia por esto mismo, añadida a vuestra fe...” (2 Pedro 1:3-5). 

Pedro aquí describe la meta de todo cristiano, que es recibir “las preciosas y grandísimas promesas” para “ser participantes de la naturaleza divina”. Tal como ahora hay dos seres divinos en la familia llamada “Dios”, un día, si somos fieles, también podremos ser parte de esa misma familia, y ser llamados hermanos menores de Jesucristo, y tener a Dios como nuestro Padre (vea Romanos 8:29, Hebreos 2:11). 

Pero esta incorporación a la familia de Dios, que es la “salvación”, no sucede automáticamente. Hay que poner “toda diligencia” en este camino de vida, o se puede perder ese privilegio. A nuestra fe, que es lo que creemos y vivimos, hay que añadir siete cualidades más para alcanzar la meta de entrar en el reino de Dios. Hay que primero añadirle “virtud”, de arete, o el valor y la fuerza moral. ¿De qué sirven nuestras creencias si no tenemos el valor y la fuerza moral para aplicarlas? Pablo lo resume bien al decir: “Porque no son los oidores de la ley los justos ante Dios, sino los hacedores de la ley serán justificados” (Romanos 2:13, vea además Santiago 1:25). 

A esa fe hay que luego añadir “conocimiento”, de gnosis, que es el conocimiento para usar bien la palabra de Dios y discernir entre lo bueno y lo malo. Pablo dijo al respecto: “Por tanto, no seáis insensatos, sino entendidos de cuál sea la voluntad del Señor” (Efesios 5:17). 

Después se debe agregar, “dominio propio”, de egkrateia, que es dominio de sí mismo, o la disciplina para controlar y frenar los deseos malos, cuando la razón prevalece sobre las pasiones pecaminosas. A esta cualidad se debe añadir “paciencia” de huponome, una palabra usada muchas veces en la epístola de Santiago, que más bien es la perseverancia ante las pruebas. Luego se añade “piedad”, de eusebia, o el temor y respecto correcto ante Dios que nos hace obedecerlo sobre todas las cosas. A esto se añade “afecto fraternal” de filadelfia, que es la aceptación y el cariño genuino hacia los otros hermanos, y conlleva a la séptima cualidad, el “amor”, de ágape, que son las acciones de autosacrificio que se hace para que los demás alcancen el mayor bienestar. Este es el tipo de amor que Dios el Padre y Jesucristo tienen por todos nosotros (Juan 3:16; 1 Juan 4:8-10). 

En resumen, Pedro dice que esta “cadena” de la fe debe incluir siete eslabones para estar completa. Y agrega: “Porque si estas cosas están en vosotros, y abundan, no os dejarán estar ociosos ni sin fruto en cuanto al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. Pero el que no tiene estas cosas tiene la vista muy corta; es ciego, habiendo olvidado la purificación de sus antiguos pecados” (2 Pedro 1:8-9).

Vemos que el cristiano se puede convertir en uno sin fruto e improductivo. Dios lo remueve de su vid, como el podador que saca lo seco (Juan 15:1-2). Se olvida de su pacto que hizo en el bautismo para perseverar en la fe y ser fructífero hasta el fin. Pedro dice que uno se vuelve “miope”, la palabra usada es myopazon, de donde deriva el término “miopía”, y ya no puede ver su verdadera situación espiritual. Al olvidarse de “la purificación de sus antiguos pecados” en el bautismo y el precio que Dios pagó por uno, al sacrificar a su Hijo, uno está listo para ser eliminado de la carrera de la fe. 

Pedro no quiere que terminen así, y los insta: “Por lo cual, hermanos, tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás” (2 Pedro 1:10). Noten la importancia del gran esfuerzo necesario de uno. Dios no va a hacer todo por nosotros. “Procurad” viene de spouden, y significa ejercer el máximo esfuerzo y toda diligencia, mientras que Dios hará el resto por nosotros. Pablo explicó: “Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús” (Filipenses 4:19).

Si dejamos de esforzarnos, Pedro nos advierte que vamos a “caer”, de ptaiein, o “ser eliminado”. Barclay explica: “La idea aquí es de una marcha hacia el reino de Dios que no debemos jamás quedar rezagados. Si nos dedicamos a completar este largo y empinado camino, el esfuerzo será grande, pero así también será la ayuda de Dios, y a pesar del cansancio, él nos equipará para poder seguir adelante hasta llegar al glorioso destino”.

Por eso Pedro termina diciendo: “Porque de esta manera os será otorgada amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pedro 1:11). La imagen es de un atleta victorioso que, en la antigüedad, al llegar a su pueblo, le habían hecho una entrada especial, y al entrar, es vitoreado. Es Cristo en este caso el que dirá: “Bien, buen siervo y fiel… entra en el gozo de tu señor” (Mateo 25:21).

Pedro reconoce que los hermanos han escuchado este mensaje una y otra vez en sermones, pero sabe que el mundo siempre intenta que se olvide, y quiere dejarlo como su testimonio. Dice: “Por esto, yo no dejaré de recordaros siempre estas cosas, aunque vosotros las sepáis, y estéis confirmados en la verdad presente. Pues tengo por justo, en tanto que estoy en este cuerpo, el despertaros con amonestación; sabiendo que en breve debo abandonar el cuerpo, como nuestro Señor Jesucristo me ha declarado. También yo procuraré con diligencia que después de mi partida vosotros podáis en todo momento tener memoria de estas cosas” (2 Pedro 1:12-15).

La “verdad presente” es el cuerpo de doctrinas dada por Jesús a los apóstoles (vea Hechos 2:42) y que Judas llama “la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 3). Esa verdad está basada en las enseñanzas de Jesús, que vino a “magnificar” la ley y hacerla “honorable” (Isaías 42:21). Jamás debe ser alterada o cambiada por nadie.

Pedro sabe que pronto se cumplirá la profecía de Jesús de que moriría por la fe (Juan 21:18-19). Habla de su cuerpo como un “tabernáculo” o skenoma, que dejará, como un peregrino guarda su tienda. Pablo usó esta misma analogía: “Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo [skenoma], se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos. Y por esto también gemimos, deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial; pues así seremos hallados vestidos, y no desnudos. Porque asimismo los que estamos en este tabernáculo gemimos con angustia; porque no quisiéramos ser desnudados [al morir], sino revestidos [en la venida de Cristo], para que lo mortal sea absorbido por la vida” (2 Corintios 5:1-4).

Este recuerdo del reino venidero de Dios, y el cuerpo espiritual que Dios nos dará cuando venga Cristo, es lo que más quiere Pedro dejar en la memoria de los hermanos. ¿Cómo está seguro de que esto sucederá? Pedro entrega un testimonio directo de ello. “Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo” (2 Pedro 1:16-18). 

Pedro fue testigo ocular de la transfiguración de Jesús, descrita en Mateo 17. Vio a Jesús en toda su gloria y escuchó las palabras que glorificaban a Cristo, enviadas de Dios Padre. ¿Qué testimonio más se necesita? Por eso, Pedro estaba absolutamente seguro de lo que decía. 

Hay, además, otra prueba sobre la venida de Jesucristo que Pedro presenta. “Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones” (2 Pedro 1:19-20). 

No sólo vio Pedro en visión la venida de Jesucristo, sino también el testimonio de Dios mismo con las profecías que ha dado en la Biblia. Pedro usa dos analogías. Una es la de una “lámpara” en un lugar oscuro que permite ver por donde caminar. La Palabra de Dios es descrita en Salmos 119:105 como: “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino”. La otra analogía es de un obrero nocturno, como un pescador o un pastor, que en medio de la oscuridad por fin ve salir el planeta Venus, o “el lucero de la mañana” que anuncia la llegada de la mañana. La Biblia, otra vez, es nuestra guía en medio de las tinieblas de este mundo hasta que venga Jesucristo, que iluminará todo y traerá el amanecer del reino de Dios. 

Pedro dice que entonces, nuestros corazones saltarán de alegría, tal como fue descrito en Malaquías 4:2: “Mas a vosotros los que teméis mi nombre, nacerá el Sol de justicia… y saldréis y saltaréis como becerros de la manada”.

¿Cómo podemos confiar en la Palabra de Dios? Pedro contesta: “Entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada, porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:20-21).

Pedro aclara que estas profecías no fueron “inventadas” por los profetas, sino que vinieron directamente de la inspiración de Dios, que usó su santo espíritu para guiarlos. Dios guio todo lo que debían decir, aunque dejó que lo pusieran en sus propias palabras. Por eso cada profeta tiene su estilo y personalidad, pero la inspiración viene de Dios, y por eso lo que dijeron es infalible. Por eso podemos confiar que la palabra profética es “la más segura”.