#251 - Lucas 16-19: "Las últimas parábolas que sólo se encuentran en Lucas"

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#251 - Lucas 16-19

"Las últimas parábolas que sólo se encuentran en Lucas"

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La parábola del mayordomo infiel

Cristo le sigue enseñando a sus discípulos los principios para gobernar su futura iglesia. Enfoca en la necesidad de administrar fielmente y con habilidad los fondos que llegarán a la iglesia. Su capacidad para invertir sabiamente estos ingresos mostrará sus habilidades para ser fieles ahora “en lo poco”, y luego “en lo mucho” cuando llegue el reino. Cristo comienza:

“Había un hombre rico que tenía un mayordomo, y éste fue acusado ante él como disipador de sus bienes. Entonces le llamó, y le dijo: ¿Qué es esto que oigo acerca de ti? Da cuenta de tu mayordomía, porque ya no podrás más ser mayordomo. Entonces el mayordomo dijo para sí: ¿Qué haré? Porque mi amo me quita la mayordomía. Cavar, no puedo; mendigar, me da vergüenza. Ya sé lo que haré para que cuando se me quite de la mayordomía, me reciban en sus casas. Y llamando a cada uno de los deudores de su amo, dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi amo? Él dijo: Cien barriles de aceite. Y le dijo: Toma tu cuenta, siéntate pronto, y escribe cincuenta. Después dijo a otro: y tú, ¿cuánto debes? Y él dijo: Cien medidas de trigo. Él le dijo: Toma tu cuenta, y escribe ochenta. Y alabó el amo al mayordomo malo por haber hecho sagazmente; porque los hijos de este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz. Y yo os digo: Ganad amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando éstas falten, os reciban en las moradas eternas. El que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel; y el que en lo muy poco es injusto, también en lo más es injusto. Pues si en las riquezas injustas no fuisteis fieles, ¿quién os confiará lo verdadero? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién os dará lo que es vuestro? Ningún siervo puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas. Y oían también todas estas cosas los fariseos, que eran avaros, y se burlaban de él. Entonces les dijo: Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominable” (Lucas 16:1-15). 

En su iglesia, Dios iba a llamar a “lo necio del mundo… para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo… para avergonzar a lo fuerte… a fin de que nadie se jacte en su presencia” (1 Corintios 1:27-29). En otras palabras, no llamaría a casi ningún banquero, empresario, jefe de estado o persona con grandes habilidades. Ellos estarían demasiado llenos de sí mismos, y si los llamara, probablemente se jactarían en su presencia de que fueron llamados por tener esas grandes habilidades, de modo que, en vez, los deja seguir la corriente de este mundo. 

Sabiendo Jesús que llamaría a hombres sencillos, la mayoría pescadores, para encargarse de la obra más importante sobre la faz de la tierra, les dijo que tendrían que esforzarse para ser dignos de su llamamiento. Con la ayuda del Espíritu Santo en ellos, tendrían que desarrollar habilidades para invertir sabiamente el dinero de su obra. El dinero no es malo en sí mismo, pues es un medio que se usa para bien o para mal. Recuerden que es el amor o la codicia del dinero lo que es pecado (1 Timoteo 6:10). Al administrar el dinero, no podemos volvernos avaros o codiciosos, ni podemos servir a “otro maestro”, es decir, al dinero, para conseguirlo a toda costa, y dejar de lado lo espiritual en nuestras vidas. 

Si somos fieles administradores del dinero sea en la iglesia, el hogar o en nuestra vida personal, le estamos mostrando a Dios que puede confiar en nosotros y darnos responsabilidades ahora y en su reino. Recuerda lo que dijo Dios de David, un fiel administrador suyo: “He hallado a David... varón conforme a mi corazón, quien hará todo lo que yo quiero” (Hechos 13:22). En otras palabras, David fue un mayordomo fiel que supo cómo administrar las riquezas de Israel para glorificar la obra de Dios. Promulgó la verdadera religión, proveyó al pueblo de levitas fieles y adecuadamente remunerados. Formó coros y compuso salmos para alabar a Dios. Preparó la obra del templo. Dios dice de él: “David mi siervo, que guardó mis mandamientos y anduvo en pos de mí con todo su corazón, haciendo solamente lo recto delante de mis ojos” (1 Reyes 14:8). David no fue perfecto, y cometió graves errores, pero jamás dejó de entregarse de corazón al camino de Dios. Cristo desea que también usemos sabiamente el “dinero injusto” del mundo, para que, cuando regrese, nos confíe “lo verdadero”, es decir, las responsabilidades en su reino.

Respecto a cómo podemos ganar amigos con las riquezas injustas o el dinero, para que nos reciban en “las moradas eternas”, hay dos formas de lograrlo. Primero hay que entender que la expresión en Lucas 16:9 “cuando éstas falten”, se refiere a cuando morimos, o “cuando faltemos”. El Diccionario Expositivo de Vine explica: “‘faltar’ viene de ekleipo, usado en Lucas 16:9 para referirse a la cesación de vida”, (p. 68). Estos “amigos” primero pueden referirse a las personas que se han convertido gracias a nuestros diezmos y ofrendas, o sea, el dinero que se ha invertido en ellos. Al resucitar en el reino de Dios, nos recibirán y nos abrazarán por ello. 

La segunda forma de “hacer amigos” es al ser una luz a las personas que usamos para cumplir nuestra misión, como los lugares para celebrar la Fiesta, o los medios de comunicación. Cuando llegue el reino, y ellos por fin resuciten, podrán reconocer la forma sabía que fue administrada la iglesia y la obra de Dios. El Sr. Armstrong fue un buen ejemplo de cómo se administró sabiamente los fondos de la iglesia, que de tan poco, finalmente el evangelio pudo llegar al mundo entero.

Al escuchar a Jesús, los fariseos, que eran avaros, se burlaron. Consideraban que ni él ni sus discípulos eran hombres prósperos y de éxito. Pero ante Dios, sí lo eran, mientras que los fariseos, que muchos eran codiciosos de dinero y prósperos, eran en realidad los fracasados. 

La parábola del rico y Lázaro

Les dio una parábola para mostrarles este principio, al creer que creían tenían asegurado el reino de Dios. Les indicó a los fariseos que muchos no entrarían en el reino por su avaricia y la falta de compasión hacia los demás.

“Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino, y hacía cada día banquete con esplendidez. Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquél, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico; y aun los perros venían y le lamían las llagas. Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió también el rico, y fue sepultado. Y en el Hades [la tumba] alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Entonces él, dando voces, dijo: Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama. Pero Abraham le dijo: Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro también males; pero ahora éste es consolado aquí, y tú atormentado. Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieren pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá. Entonces le dijo: Te ruego, pues, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento. Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen: oiganlos. El entonces dijo: No, padre Abraham, pero si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán. Mas Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos” (Lucas 16:19-31).

Lamentablemente, esta es una de las parábolas peores entendidas de toda la Biblia. Pero no era así en los días de Jesús, pues no creían en la inmortalidad del alma, pero sí en la resurrección del cuerpo. Vayamos por partes. 

Lo primero que notamos es la falta de compasión del hombre rico. Hoy día lo llamaríamos “un multimillonario”. No le faltaba nada, cada día se vestía con las ropas más costosas e invitaba a sus amigos a compartir un gran banquete. Él podía ver afuera a un hombre pobre y enfermo, que miraba ansioso toda esa comida y sólo deseaba comer las migajas que caían de la mesa, pero el rico le prohibía acercarse y el pobre murió, probablemente de hambre debido a esta actitud.

El rico endureció de tal manera su corazón que destruyó su consciencia. No sentía nada de compasión. Como se dice en 1 Timoteo 4:2, su conciencia quedó “cauterizada”, o insensible. Dios requiere que exista la consciencia para poder conectarla a su espíritu, en esta vida, o en la segunda resurrección. Cristo les advirtió a algunos de los fariseos que estaban muy cerca de apagar sus conciencias al endurecer tanto sus corazones contra la obra que él hacía y estaban por cometer el pecado imperdonable, al morir sus conciencias (Mateo 12:31-32). 

Según el juicio de Dios, el rico llegó a ese extremo. Por eso resucitó en “la resurrección de la condenación” (Juan 5:29), que llamamos “la tercera resurrección”, para distinguirla de la primera y la segunda. En cambio, Lázaro murió y logró estar “en el seno de Abraham”, que significa “compartir una estrecha relación”. Es decir, Lázaro había heredado el reino junto con Abraham (Gálatas 3:29). Estaba con “Abraham… y todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros [tales como el hombre rico] estéis excluidos” (Lucas 13:28). No se sabe si Lázaro entró en el reino de Dios en la primera o en la segunda resurrección, pero, el punto es que estaba presente cuando el rico despertó en la tumba [el hades]. 

Es el momento cuando Jesús separa a los corderos [obedientes a su ley] de los cabritos [los desobedientes] y les dice a tales como Lázaro: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo” pero a tales como el rico les dice: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles… E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna” (Mateo 25:34-46). El rico injusto es así juzgado y sentenciado al lago de fuego, que es la segunda muerte. En Apocalipsis 20:15 leemos: “Esta es la muerte segunda. Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego”. 

Al contemplar el lago de fuego, el rico y los demás injustos sienten “el llanto y el crujir de dientes”. Él no estaba en el fuego, sino por el miedo, deseaba un poco de agua de Lázaro para mojar su boca seca. El juicio será rápido, y el rico todavía cree que sus hermanos están vivos. No es el momento para explicarle todo sobre el plan de Dios. Abraham sólo menciona que ellos tienen la palabra de Dios para decidir si desean ser parte del plan de salvación. Añade que ellos no cambiarían su forma de vida, aunque un muerto apareciera para advertirles. De hecho, cuando más tarde Jesús resucitó a su amigo Lázaro, la gran mayoría de los líderes judíos no cambiaron su forma de vida. Noten también que en todo el relato no se menciona el cielo o la inmortalidad del alma. Pero sí vemos que hay resurrecciones—una para Lázaro, y otra para el rico. La lección principal es no dejar que nuestras conciencias se endurezcan por el pecado y siempre ser compasivos (Hebreos 3:13). 

La parábola de la viuda y el juez injusto

También les refirió Jesús una parábola sobre la necesidad de orar siempre, y no desmayar, diciendo: Había en una ciudad un juez, que ni temía a Dios, ni respetaba a hombre. Había también en aquella ciudad una viuda, la cual venía a él, diciendo: Hazme justicia de mi adversario. Y él no quiso por algún tiempo; pero después de esto dijo dentro de sí: Aunque ni temo a Dios, ni tengo respeto a hombre, sin embargo, porque esta viuda me es molesta, le haré justicia, no sea que viniendo de continuo, me agote la paciencia: y dijo el Señor: Oíd lo que dijo el juez injusto. ¡Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Se tardará en responderles? Os digo que pronto les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?” (Lucas 18:1-8).

Nos ayudará a entender mejor esta parábola saber del sistema de jueces que había en Judá en ese entonces. Ramsay explica: “Es claro que, en el relato, el juez no era judío, pues todas las disputas normales se llevaban a los ancianos, y no a un juzgado público. En caso de tener un caso más grave, la justicia judía constituía a tres jueces, no a uno, y eran escogidos por el acusador, por el acusado y uno en forma independiente. El juez de la parábola es más bien uno de los magistrados designados por Herodes o los romanos. Tenían una pésima reputación. La única manera de conseguir justicia era si había suficiente dinero para sobornarlos. Los llamaban ‘los jueces ladrones’. Era obvio que la pobre viuda no sería tomada en cuenta por este juez, pero ella tenía un arma—la persistencia. Y el juez por fin cedió al darse cuenta de que ella no lo dejaría tranquilo”. 

Cristo compara la persistencia de esta viuda y cómo por fin consiguió la justicia, con nuestra constancia al orar ante Dios. Dios no es un juez injusto, y sabe exactamente cuándo y cómo intervenir en nuestras vidas. No debemos desanimarnos jamás, pero Jesús pregunta, ¿seguiremos con fe hasta los tiempos del fin? ¿Perseveraremos hasta ese entonces? Eso es lo que lo preocupa. Dios hará su parte, pero ¿haremos la nuestra?

La parábola del fariseo y el publicano

La parábola del fariseo y el publicano

Jesús luego se enfoca en otro elemento de la oración, la humildad. “A unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros, dijo también esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, y el otro publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios: te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano. Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador. Os digo que éste descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (Lucas 18:9-14). 

Según el historiador y fariseo, Josefo, había unos 6,000 fariseos en Israel. Al seguir todas las tediosas tradiciones, se sentían superiores a los demás, pero muchos tenían un espíritu de arrogancia espiritual. En la Biblia, hay sólo un ayuno establecido en el año, el día de Expiación. Pero los fariseos habían añadido dos ayunos cada semana (sin comida, pero con agua), los días lunes y jueves durante los tres meses desde la Pascua hasta Pentecostés y los tres meses entre la Fiesta de los Tabernáculos y la fiesta de la Dedicación. Estos días eran los del mercado, y ellos blanqueaban sus rostros y usaban harapos para ser vistos y alabados por los hombres. Además, diezmaban hasta las hierbas del huerto, como la menta y el comino, que no exigía la ley de Dios. El fariseo en realidad no estaba orando, sino dando un testimonio a Dios de lo bueno que era. En cambio, el publicano mostró la actitud correcta, de humildad, y Jesús lo alabó. Así también debemos ser nosotros.

La parábola de las diez minas

La última parábola sólo en Lucas comienza así: “Dijo una parábola, por cuanto... ellos pensaban que el reino de Dios se manifestaría inmediatamente. Un hombre noble se fue a un país lejano, para recibir un reino y volver. Y llamando a diez siervos suyos les dio diez minas, y les dijo: Negociad entre tanto que vengo. Pero sus conciudadanos le aborrecían, y enviaron tras él una embajada, diciendo: No queremos que éste reine sobre nosotros. Aconteció que vuelto él, después de recibir el reino, mandó llamar ante él a aquellos siervos a los cuales había dado el dinero, para saber lo que había negociado cada uno. Vino el primero, diciendo: Señor, tu mina ha ganado diez minas. Él le dijo: Está bien, buen siervo por cuanto en lo poco has sido fiel, tendrás autoridad sobre diez ciudades [en el reino]. Vino otro diciendo: Señor, tu mina ha producido cinco minas. Y también a éste dijo: Tú también sé sobre cinco ciudades. Vino otro diciendo: Señor, aquí está tu mina, la cual he tenido guardada en un pañuelo; porque tuve miedo de ti, por cuanto eres hombre severo, que tomas lo que no pusiste, y siegas lo que no sembraste. Entonces él le dijo: Mal siervo, por tu propia boca te juzgo… ¿por qué, pues, no pusiste mi dinero en el banco, para que al volver yo, lo hubiera recibido con los intereses… Quitádle la mina, y dadla al que tiene las diez minas.... Pues yo os digo que a todo el que tiene [crecimiento], se le dará [más]; mas al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará (Lucas 19:11-26).

Una mina equivale a una libra de plata o 100 denarios. Aquí vemos la importancia de desarrollar lo que Dios nos da, su Espíritu Santo. Cuando vuelva Cristo tendremos que rendir cuentas por ello. Los frutos del Espíritu Santo son amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza (Gálatas 5:22-23). Debemos desarrollar esos atributos al recibir esa pequeña porción del Espíritu Santo cuando nos bautizamos y recibimos la imposición de manos.

El principio de estas parábolas es: “El que es fiel en lo poco, también lo será en lo mucho y el que es infiel en lo poco, también lo será en lo mucho”. ¿Cómo estamos?