Un sumo sacerdote ansioso de ayudarnos

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La clave para resolver el problema del pecado es la ayuda que recibimos por medio de Jesucristo. Él nació no sólo para hacer posible el perdón de los pecados pasados, sino para ayudarnos a conquistar las ataduras del pecado, los hábitos intrínsecos que son tan difíciles de desarraigar de nuestra vida. Él es nuestro misericordioso Sumo Sacerdote en los cielos (Hebreos 2:17-18; Hebreos 8:1-2; Hebreos 9:11-14; Hebreos 10:19-23), intercediendo ante el Padre a favor nuestro (Romanos 8:34).

Como Juan lo explicó: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).

Jesús siempre está listo para ayudarnos a ganar la victoria sobre el pecado: “. . . y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” (1 Juan 5:4-5).

Si bien el apóstol Juan reconoce nuestra debilidad humana, nos exhorta a que no nos rindamos al pecado. “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Juan 2:1-2).

Esto nos da toda razón para animarnos en nuestra lucha contra el pecado. Después de todo, Jesús ha experimentado las mismas tentaciones y comprende totalmente nuestra lucha. “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:15-16).

¿Cómo podemos alcanzar esta ayuda? Jesús nos responde: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá” (Mateo 7:7-8).