Una vida impecable y milagrosa

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Una vida impecable y milagrosa

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Vivir una vida impecable, por excepcional que eso sea, no necesariamente sería prueba de que alguien es Dios. No obstante, en el caso de Jesús, él dijo que era Dios, vivió una vida impecable y ejemplar, y respaldó su afirmación con milagros. Eso le añade otra dimensión.

La Biblia dice que “el pecado es infracción de la ley” (1 Juan 3:4). Pablo nos dice que “todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). Más adelante, Pablo dice que “la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23). Dios no transigirá en cuanto a su santa y justa ley. Jesús dijo que “ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido” (Mateo 5:18). El castigo por quebrantar esa ley se cumplirá.

Debido a que todos hemos pecado, todos nos hemos hecho merecedores de la muerte, como dijo Pablo. Ese es el destino de todos los seres humanos, a menos que alguien haya venido y haya cumplido con lo que exige la ley. Jesús lo hizo. Y, como veremos en un capítulo posterior, tenía que ser Dios quien lo hiciera. La vida de un simple ser humano no podría ser suficiente para cumplir con lo que exige la ley para toda la humanidad. Para que una vida pudiera cumplir el castigo por los pecados de todos nosotros, tendría que ser mayor que la de todos los seres humanos, la propia vida del Creador mismo.

Esto, que el Dios creador sería quien habría de morir por los seres humanos a fin de que éstos pudieran vivir, fue planeado desde antes de la creación de la humanidad. Como hemos visto, Jesús es el Creador de todas las cosas, y por consiguiente es más grande que todas las cosas, y en él mismo está el valor inherente para cumplir lo que se requiere.

Por lo tanto, para Jesús era imprescindible vivir una vida impecable. “Al que no conoció pecado, por nosotros [Dios] lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21).

Él vino a ser la ofrenda por el pecado que la ley exigía. “En esa voluntad [de Dios] somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Hebreos 10:10). Jesús sabía que este era un motivo muy importante para venir a vivir como ser humano. “Ahora todo mi ser está angustiado, ¿y acaso voy a decir: ‘Padre, sálvame de esta hora difícil’? ¡Si precisamente para afrontarla he venido!” (Juan 12:27, NVI).

Una vida impecable ofrendada por nosotros

El profeta Isaías nos dice que Dios el Padre “cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6) y “por la rebelión de mi pueblo fue herido” (v. 8). Luego Isaías declara su inocencia: “Nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca” (v. 9).

Después de la muerte de Jesús, Pedro confirmó estas palabras de Isaías. “Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente; quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo” (1 Pedro 2:21-24).

¡Este es un extraordinario legado! No pecar ni de palabra, de hecho o incluso pensamiento, ¡ni siquiera bajo la más grande tentación o angustia! En Hebreos 4:15 se explica que Jesús “fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado”.

Algunos podrán decir que son justos, quizá hasta perfectos. Pero muy pocos les creerán, especialmente los que los conocen bien. Mas en el caso de Jesús, sus amigos más allegados —los que durante su ministerio constantemente viajaron, hablaron, comieron y caminaron con él— testificaron y estuvieron dispuestos a morir por su convicción de que él era el inmaculado Hijo de Dios.

Jesús desafió a sus enemigos: “¿Quién de ustedes me puede probar que soy culpable de pecado?” (Juan 8:46, NVI). El relato bíblico nos muestra que lo único que podían hacer los enemigos de Jesús era lanzar absurdas y falsas acusaciones: “Nosotros no somos nacidos de fornicación”, insinuando que él lo era (v. 41). “Engaña al pueblo” (Juan 7:12); y “Demonio tiene, y está fuera de sí” (Juan 10:20). Incluso en su juicio sus acusadores tuvieron que buscar testigos falsos, porque nadie podía testificar que hubiera hecho algo malo alguna vez (Mateo 26:59-61).

Aun aquellos que no eran sus discípulos estuvieron de acuerdo en que el carácter de Jesús era intachable. El veredicto de Pilato fue: “Yo no hallo delito en él” (Juan 19:6). El centurión que supervisó la ejecución de Jesús, habiendo conocido una mente y un espíritu como nunca antes había visto, “dio gloria a Dios, diciendo: Verdaderamente este hombre era justo” (Lucas 23:47).

Uno de los criminales que fue crucificado junto con Jesús dio otro testimonio ante la integridad que había visto. Al otro malhechor lo reprendió y le dijo: “¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas éste ningún mal hizo” (vv. 40-41).

Jesús vivió una vida íntegra y sin pecado, tal como lo confirmaron quienes lo conocieron y se percataron de su conducta tanto en la vida cotidiana como en circunstancias difíciles. Aun los miembros de su propia familia que lo conocían desde la niñez, sus medios hermanos, quienes en un principio no creían en él (Juan 7:5), llegaron a reconocerlo como el perfecto, inmaculado Hijo de Dios (ver el recuadro de la página 56: “Los familiares de Jesús”). Su forma de vivir era en sí la prueba de que lo que decía acerca de sí mismo era verdad.

La milagrosa vida de Jesús

Desde el comienzo, la vida de Jesús estuvo acompañada de milagros. Nació de una virgen, convirtió agua en vino, caminó sobre el agua, calmó una tormenta. Multiplicó panes para alimentar a multitudes, dio la vista a ciegos, sanó a cojos y a leprosos. Él sanó todo tipo de enfermedades a toda clase de personas, echó fuera demonios y hasta devolvió vida a los muertos.

Estos milagros fueron tan sorprendentes que muchos se preguntaban: “El Cristo, cuando venga, ¿hará más señales que las que éste hace?” (Juan 7:31).

Jesús mencionó los milagros como prueba de quién era él. A algunos que lo cuestionaban, les contestó: “Las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ellas dan testimonio de mí” (Juan 10:25). Jesús explicó que los milagros eran demostraciones de que él era el Hijo de Dios: “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis. Mas si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre” (vv. 37-38).

Cuando los mensajeros de Juan el Bautista fueron a preguntarle a Jesús si él era realmente aquel que había de venir en cumplimiento de todas las profecías mesiánicas, notemos la respuesta de Jesús: “Id, y haced saber a Juan las cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio” (Mateo 11:1-5). Jesús estaba completamente seguro de que Juan entendería que tales obras eran la prueba que necesitaba para saber quién era él.

Los milagros claramente demostraban quién era Jesús, tal como era su intención. Sanó a un paralítico diciéndole: “Hijo, tus pecados te son perdonados” (Marcos 2:5). A los que estaban allí les dijo que había sanado al hombre “para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados” (v. 10). Sus detractores entendieron bien lo que eso significaba, pues dijeron: “¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?” (v. 7).

En otra ocasión dijo: “Pero si yo por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios” (Mateo 12:28). Jesús quería que supieran que estaban tratando con alguien que estaba investido del poder del Espíritu de Dios, y que representaba el mismo Reino de Dios.

Los fariseos piden una señal

A pesar de todos estos milagros de sanidad, los escépticos no se convencían. Querían algo más. En dos ocasiones le pidieron a Jesús alguna señal milagrosa (Mateo 12:38; Mateo 16:1). En ambas ocasiones su respuesta fue la misma: “La generación mala y adultera demanda señal; pero señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás” (Mateo 12:39; Mateo 16:4).

Los escépticos de Mateo 12 acababan de presenciar que Jesús había sanado a un hombre, echando fuera al demonio que lo había tenido ciego y mudo (v. 22). Justificaban su incredulidad diciendo desdeñosamente que Jesús había hecho el milagro por el poder de Satanás (v. 24). Jesús les demostró lo absurdo de su argumento y les hizo una seria advertencia por negarse a aceptar lo que acababan de presenciar.

Por no querer reconocer lo que significaba tan asombroso hecho, le pidieron otra señal. Entonces les anunció: “Los habitantes de Nínive se levantarán en el juicio contra esta generación y la condenarán; porque ellos se arrepintieron al escuchar la predicación de Jonás, y aquí tienen ustedes a uno más grande que Jonás” (v. 41, NVI). Jesús les estaba diciendo que el milagro que ellos reconocían que había ocurrido, pero se empeñaban en descartar, era suficiente para probarle a cualquier persona sensata quién era él. Jesús los reconvino seriamente por sus demandas de señales. Luego simplemente se apartó de ellos (Mateo 16:4). La única señal que les dio —“la señal del profeta Jonás”— sería su última prueba de que ciertamente él era el Hijo de Dios. ¿Cuál era esa prueba? Después de su muerte, estaría en la tumba exactamente tres días y tres noches, porque resucitaría al cumplirse ese período (ver el recuadro de la página 38: “¿Cuándo fue crucificado Jesús y cuándo resucitó?”).

Milagros de principio a fin

Los milagros siempre han sido un desafío para los escépticos. Si una persona empieza negando cualquier cosa que vaya en contra de las leyes naturales —en otras palabras, lo sobrenatural— es de esperarse que su conclusión sea que los milagros no sucedieron. Entonces uno tiene que buscar otras formas de explicarse los hechos registrados en la Biblia, o negar completamente que sucedieron.

Pero el verdadero registro histórico de Jesús nos muestra que su vida física aquí en la tierra empezó con la intervención de la voluntad divina que se impuso por encima de las leyes naturales; esto es, que una virgen concibiera y diera a luz un hijo. Los evangelios terminan de igual manera, con la intervención divina para resucitar a Jesús y volverlo a la vida. Su vida entera fue un milagro de principio a fin, y nuevamente al principio. Ahondaremos más acerca de esto en el próximo capítulo.