Cómo tender la mano a quienes sufren de soledad

Lo que voy a relatar a continuación, a pesar de que ocurrió hace muchos años, sigue siendo doloroso: cuando yo tenía 30 años, mi marido me abandonó y quedé sola, con la responsabilidad de criar a tres hijos, uno de ellos con parálisis cerebral. Durante muchos años padecí crisis emocionales, desamor y una intensa soledad.
Si alguna vez ha sentido ganas de gritar desde el tejado “¡Me siento sola!”, sepa que no lo está. Si ha anhelado que alguien se diera cuenta y nadie lo ha hecho, sé cómo se siente. Yo fui solo una entre los millones de personas que sintieron esta profunda soledad, y algunas la sienten con más intensidad que otras.
Entre los solitarios encontrará personas de todas las edades y procedencias. Se hallan en todas partes: en las escuelas, universidades, lugares de trabajo, prisiones, cafeterías, hospitales, asilos de ancianos, e incluso en su propia familia e iglesia. Son los hijos de padres solteros, los adolescentes acosados, los solteros que nunca han encontrado pareja, el marido o la esposa cuyo cónyuge no los apoya, el vecino discapacitado, los viudos, las personas sin hogar y aquellos que nunca se han sentido queridos o respetados. ¿Cree que puede añadir más personas a esta lista? ¡Estoy segura de que sí!
Creados como seres sociables
Dios nos creó para tener relaciones sociales, en primer lugar con él, pero también con otros seres humanos. La soledad puede ser intensa y muy difícil de sobrellevar o aliviar por cuenta propia. Tal como nuestras necesidades espirituales y físicas dependen de factores externos, nuestras necesidades emocionales y sociales incluyen recibir amor y respeto. Cristo dijo: “Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros como yo os he amado” (Juan 15:12).
Aunque este tipo de sufrimiento abunda en nuestra comunidad, ¿cómo es posible que no logremos sintonizarnos con la soledad de nuestro prójimo? Creo que estas son algunas de las razones:
• No mirar más allá de nuestras propias necesidades e ignorar las de los demás (Filipenses 2:4).
• Esperar a que alguien nos diga que existe una necesidad.
• No reconocer cuán innegable y real es el dolor emocional, y por qué es difícil de expresar.
A pesar de estos retos, usted puede aprender a ser un magnífico apoyo en la vida de otra persona. En primer lugar, pídale a Dios que le abra puertas en este sentido (Mateo 7:7-8). Esto exige un grado de compromiso para marcar una diferencia significativa, y a veces de por vida, en la vida de otra persona. La curva de aprendizaje para descubrir la mejor manera de ayudar incluirá sacrificar parte de su tiempo de manera regular, y tal vez incurrir en algún gasto financiero cuando vea una necesidad.
Averiguar cómo satisfacer mejor las necesidades de los demás requiere esfuerzo y aprendizaje. Puede empezar simplemente preguntándoles: “¿Qué cosa le sería útil?”. A continuación, sea paciente y sepa escuchar. Muéstrese amable y tranquilizador y asegúreles que está ahí para ayudarlos y que sí le importan.
Haga saber a la persona solitaria que orará por ella. El Señor está cerca de los que tienen el corazón destrozado (Salmo 34:18; Mateo 11:28), así que asegúrese de involucrarlo a él en sus esfuerzos por ayudar a su amigo.
Y recuerde siempre que el amor, el respeto, la lealtad y la confidencialidad contribuyen enormemente a la sanidad del afectado. Cuando uno acompaña y ayuda a una persona solitaria, está sirviendo a Cristo (Mateo 25:37-40).
Ayudemos como familia espiritual
Hay muchas formas en las cuales la Iglesia puede contribuir para hacer una diferencia significativa en la vida de una persona. Un buen ejemplo de esto es el envío mensual de tarjetas o mensajes de saludo.
Las Escrituras afirman que tenemos la responsabilidad de tender la mano a los demás, especialmente a los de la Iglesia. “Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe” (Gálatas 6:10).
Estoy muy agradecida de los amigos y hermanos que me acogieron bajo sus alas y me ayudaron a revertir la dolorosa soledad que me aquejaba. Y también me siento profundamente agradecida de Dios por mi segundo marido, Ken, un hombre maravilloso y cariñoso que me acompañó durante más de tres décadas hasta su fallecimiento hace dos años.
El amor que Ken me dio en el tiempo que estuvimos juntos, todavía ilumina mi corazón cada día. El pueblo de Dios verdaderamente puede hacer una gran diferencia y aliviar el dolor de la soledad de otros.
Recordemos que “toda la ley en esta sola palabra se cumple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gálatas 5:14). EC