¿Quién está en su barca?

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¿Quién está en su barca?

Una multitud se había congregado en la ribera del mar de Galilea para escuchar las enseñanzas que Jesucristo impartía desde un pequeño barco pesquero anclado cerca de la orilla. Había sido otro día largo para el Salvador, pero muy fructífero. Su predicación concluyó cuando comenzaba a anochecer, y les pidió a sus discípulos que cruzaran el lago para ir a otro lugar. A medida que su barca navegaba, parte de la multitud quedó atrás y algunos los siguieron en sus botes. Era ya de noche y un momento oportuno para que Jesucristo durmiese un poco, por lo que se recostó en un cojín en la parte trasera de la barca (Lucas 8:22-23, Marcos 4:35-38).

El mar de Galilea es bien conocido por sus violentas tempestades. En cierto momento durante aquella noche, y sin advertencia previa, se desencadenó una fuerte tormenta sobre el lago. El viento soplaba implacablemente, creando grandes olas. La pequeña nave y su tripulación, compuesta de Jesús y sus discípulos, corrían gran peligro de naufragar. Interminables olas azotaban los lados de la barca, que comenzaba a llenarse de agua. A bordo iban dos pares de hermanos —Pedro y Andrés, y Santiago y Juan—, navegantes muy experimentados que sabían bien el inminente peligro que corrían. Su bote podía hundirse en cosa de minutos, en cuyo caso ellos se ahogarían.

Sin embargo, en medio de este aterrador escenario, ¡Cristo estaba profundamente dormido en la popa de la barca! Puede que los discípulos se hayan preguntado: “¿Cómo puede nuestro amigo, Jesús, dormir en un momento como este? ¿Acaso no le importa nuestra seguridad?”

Tres de los evangelios describen claramente cuán desesperados estaban los discípulos frente a esta emergencia. Los siguientes pasajes bíblicos revelan lo que le dijeron a Cristo:

-  Mateo 8:25 registra un llamado de ayuda: “¡Señor, sálvanos, que perecemos!”

-  Marcos 4:38 registra el reproche de uno o más de los discípulos por la supuesta indiferencia de Jesús: “Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?”

-  Lucas 8:24 registra una declaración fatalista: “¡Maestro, Maestro, que perecemos!”

Esto hizo que Jesús despertara bruscamente. Sin duda vio las olas que azotaban la barca y el agua que había entrado. Entonces, con voz calmada y autoritaria, Jesús le dijo al mar: “Calla, enmudece. Y cesó el viento, y se hizo grande bonanza” (Marcos 4:39).

¿Quién está en su barca?

Normalmente toma cierto tiempo para que las olas se aquieten después de que el viento cesa. Sin embargo, el agua del lago se volvió instantáneamente lisa, como un espejo. Lucas 8:25 registra lo sucedido cuando el peligro ya había pasado: “Y [Jesús] les dijo: ¿Dónde está vuestra fe? Y atemorizados, se maravillaban, y se decían unos a otros: ¿Quién es éste, que aun a los vientos y a las aguas manda, y le obedecen?”

Jesús reprochó gentilmente a los discípulos por su falta de fe, que los había llevado a sentir temor y hasta pánico. Esta fue una “oportunidad de aprendizaje” para todos los discípulos. Aquella experiencia dramática y angustiosa les enseñó una lección, o al menos les hizo ver la importancia de algo que desconocían.

La falta de fe en Cristo que mostraron los discípulos esa noche dejó al descubierto su estado espiritual — aún no poseían el Espíritu Santo de Dios. Como apóstoles en entrenamiento, eran “una obra en construcción”.

Los discípulos no pudieron relacionar la presencia de Jesús en la barca con la fe que debían tener en él para que interviniese en sus vidas cuando las cosas se volvieran tempestuosas. “¿Dónde está vuestra fe?”, les preguntó. Su respuesta fue básicamente “No sabemos cómo va a terminar esto, así que dejémonos dominar por el pánico”. Esta respuesta es humana y normal, pero también revela la carencia de una fe absoluta en Dios. 

¿Cree usted que Jesucristo está en la misma barca con usted? Dicho de otra manera, ¿está usted en su barca? Y aún más, ¿tiene fe en que él está a la cabeza de su Iglesia? ¿Tiene fe para permitirle estar a la cabeza de su vida?

Los discípulos reprobaron esta lección de fe, pero a nosotros —como miembros convertidos del Cuerpo de Jesucristo— no debería pasarnos lo mismo. ¿De quién es la Iglesia? Todos sabemos la respuesta: Jesucristo es quien está a cargo, y ésta es su Iglesia. Cristo dio su vida para que aquéllos que son llamados a la salvación por su Padre (que eventualmente será toda la humanidad) tuviesen un hogar: su Iglesia (Colosenses 1:18-20).

¿Cómo pudieron los discípulos dudar que el Creador de todas las cosas (Colosenses 1:16-17) estuviera completamente al tanto de la condición de su pequeña barca esa noche, y de que tuviera en mente su bienestar? Simplemente, porque su fe era débil. La fe es más que una teoría. La fe comprende creer verdaderamente en Dios y luego poner en práctica esa confianza. Hebreos 11:6 nos recuerda: “Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan”. La fe verdadera implica creer que Jesucristo es la cabeza que lidera la Iglesia de Dios y que está a cargo de ella.

Cuando la fe es débil da cabida al temor, porque por lo general este sentimiento se encuentra donde no existe la fe. La fe elimina el temor: “Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio” (2 Timoteo 1:7).

Sin embargo, es fácil olvidarse de estas verdades cuando las tempestades de la vida nos agobian o cuando algo ocurre dentro de la Iglesia que nos impacta fuertemente. Un conocido eslogan dice “Así es la vida”, pero es en tales circunstancias cuando más que nunca debemos preguntarnos “¿quién está en mi barca?” Cuando lo hacemos —cuando acudimos a Dios en oración, estudio bíblico y ayuno— los vientos de la vida comienzan a disiparse y las furiosas aguas que tenemos por delante se tranquilizan. Al acercarnos a Dios podemos ver a través de la oscuridad de la tormenta y nos damos cuenta de que Jesucristo está en la popa de la barca, llevándonos a puerto seguro (Romanos 8:28).

Las tormentas de la vida 

Es natural buscar soluciones humanas durante los temporales de la vida. Es difícil confiar completamente en Dios cuando se está en medio de una espantosa tormenta, porque no siempre sabemos a dónde nos está llevando nuestro Creador o cuál es su plan para nosotros en ese momento. En vista de ello, desarrollamos nuestro propio plan de escape, pero éste nunca nos lleva a puerto seguro. Cuando los discípulos se enfocaron en la tormenta, su situación parecía no tener esperanza. Su solución fue gritar o mostrar confusión, y es posible que algunos incluso se hayan enojado con Cristo y se hayan preguntado: “¿Es que no le importa lo que nos está pasando? ¿Dónde está él mientras pasamos por esta prueba?”

Cuando reflexiono sobre los años que llevo en la Iglesia, me doy cuenta de que realmente no sabía cuánto sería probada mi fe con el transcurso del tiempo. Yo sé que muchos hermanos en la Iglesia dirían lo mismo. Éramos tiernos bebés en Cristo cuando fuimos bautizados, pero con el correr de los años, y a medida que nos enfrentamos a varias tempestades que pusieron a prueba nuestra fe, comenzamos a someter nuestras vidas más y más al Espíritu Santo de Dios. Como “veteranos de las tormentas” que somos, ojalá hayamos aprendido la importancia de recordar quién está en nuestra barca con nosotros. Esta lección es sumamente importante si queremos ser verdaderos discípulos de Jesucristo y, de hecho, puede determinar si llegaremos a puerto seguro o no.

Lamentablemente, algunas personas no han aguantado las tormentas. Los rumores, tal como el viento en una tempestad, pueden desviar nuestra barca de la ruta correcta. Proverbios 18:13 advierte: “Precipitarse a responder antes de escuchar los hechos es a la vez necio y vergonzoso” (Nueva Traducción Viviente). A través de los siglos, ¿cuántas personas dedicadas a Dios,se han dejado llevar por vientos de rumores que las han zarandeado de un lado a otro?

El apóstol Pablo nos exhorta a no permitir que los vientos de las disputas doctrinales nos aparten de nuestro camino ni causen confusión entre nosotros: “. . . hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error” (Efesios 4:13-14).

La fe es fundamental

Jesucristo espera que sus hermanos y hermanas menores tengan fe; se alegra cuando ésta se manifiesta, y se entristece cuando tambalea. La falta de confianza en nuestro Salvador no solo deshonra a Dios el Padre y a Jesucristo, sino que además es dañina para la unidad entre hermanos y hermanas en Cristo. Sin duda, la fe es algo fundamental para aquéllos que buscan ser seguidores de Dios.

Sabemos que la fe solo puede provenir de Dios; ninguno de nosotros puede pedir fe “prestada” a otra persona. Afortunadamente, Dios es un Dios generoso. Está ansioso de darnos cada vez más fe a sus hijos e hijas a medida que maduramos y buscamos hacer su voluntad en nuestras vidas. Frecuentemente, nuestra fe aumenta durante las tempestades de la vida.

Hace dos mil años Jesucristo les hizo una pregunta a sus discípulos, y es la misma pregunta que les hace a sus discípulos en la actualidad: “Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?” (Lucas 18:8).

La preocupación puede ser el resultado de la falta de fe y está basada en la posibilidad hipotéticade que vaya a haber problemas, como “¿Y qué tal si me hundo junto con el bote?  Dios no desea que juguemos el juego de “y qué tal si”, como hicieron los discípulos. En vez, debemos recordar que el Capitán de nuestra salvación está a la cabeza: “Porque convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos. Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos” (Hebreos 2:10-11).

Puerto seguro

Cuando confiamos en nuestro Capitán, Jesucristo, la neblina se disipa, los vientos amainan y el mar se calma. Así es como actúa la fe en nuestras vidas, específicamente la fe en quien está a la cabeza. A pesar del temor y la incredulidad de los discípulos, la barca no se hundió, la tormenta se detuvo y todos llegaron a tierra sanos y salvos. De estos hombres, 11 crecieron inmensamente en fe y confiaron en su Capitán para liderar su Iglesia.

El relato de la tempestad que fue apaciguada es una alegoría de cómo Jesucristo guía a su pueblo hacia él y de cómo nos anima a vivir teniendo fe en su liderazgo. Él no criticó las habilidades de navegación de estos 12 hombres, pero sí los criticó por su falta de fe en su poder.

Cuando los vientos de una tormenta peguen fuerte, no se enfoque en las olas de agua que azotan su barca, sino en su fe, y pregúntese: “¿Quién está en mi barca?” Si seguimos la voluntad de Dios en nuestras vidas y nos sometemos a él con fe absoluta, veremos las aguas calmarse y llegaremos a nuestro destino de forma intacta, y eventualmente encontraremos el mejor y más seguro de todos los puertos: el Reino de Dios.