Hacia el premio del supremo llamamiento

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Hacia el premio del supremo llamamiento

La Palabra de Dios nos advierte: “Sin profecía el pueblo se desenfrena” (Proverbios 29:18). En otras palabras, “Donde no hay dirección divina, no hay orden” (Versión Dios Habla Hoy). Dios enfatiza la importancia de mantener la mirada en la meta que tenemos por delante. De lo contrario, podríamos distraernos, decepcionarnos, alejarnos y, en última instancia, incluso abandonar su maravilloso llamado.

Como cristianos estudiosos de la Biblia, estamos familiarizados con la meta celestial; no obstante, nuestra mirada y nuestro corazón podrían desviarse hasta el punto de abandonarla completamente, por culpa de nuestros propios intereses, de Satanás, o por la creciente irreligiosidad de la sociedad que nos rodea. Como personas de fe, conocemos la promesa de que Dios no tardará, pero como también sabemos, con frecuencia nuestra naturaleza humana se apresura y es ahí cuando surge la duda, aun para los creyentes.

El apóstol Pablo se refiere tanto a la meta celestial como a los desafíos terrenales y reflexiona sobre un concepto esencial que debemos considerar. En Filipenses 3:12-14 nos dice: “No que lo haya ya alcanzado, ni que ya sea perfecto, mas prosigo para ver si alcanzo aquello para lo cual también fui alcanzado por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está adelante, prosigo al blanco, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús”.

Pablo comprendía plenamente tan extraordinario concepto: que Cristo mismo lo había rescatado de la forma de vida que llevaba, y a su vez, él ahora tenía la responsabilidad de aferrarse a aquello que le había sido revelado. La raíz de la palabra griega katalambano significa “conquistar (tomar) a alguien con el fin de hacerlo su propiedad, pero en beneficio del que es conquistado (Comentario de Vine).

No solo es importante tener una meta, sino también permanecer fielmente aferrados a ella y a todo lo que implica, produciendo frutos para Dios y para nuestro prójimo. Así pues, permítanme compartir algunos aspectos fundamentales de la meta que Dios ha puesto delante de nosotros para alcanzar el premio del supremo llamamiento. Algunos son de índole personal y otros conllevan una responsabilidad colectiva.

1. Dios nos llama a aferrarnos al concepto que encontramos en Levítico 11:44 y 1 Pedro 1:15-16: “Sed santos, porque yo soy santo”.

Esto comprende mucho más que un acabado conocimiento bíblico o la afiliación a una congregación local. Estamos siendo llamados por Dios el Padre para conocerlo más cada día, hasta el punto de llegar a ser como él es. El apóstol Pablo lo expresa de la siguiente manera: “Sed, pues, seguidores de Dios como hijos amados” (Efesios 5:1). Es decir, ¡debemos practicar lo que sería ser como Dios!

Reflexionemos sobre esto: cuando Moisés se acercó a la zarza ardiente en el Monte Sinaí, escuchó lo siguiente: “quita las sandalias de tus pies, porque el lugar donde estás, tierra santa es” (Éxodo 3:5). Asimismo, la perfecta santidad de Dios, que por gracia hemos podido experimentar, requiere algo más que despojarnos de nuestro atuendo externo. Implica renunciar a nuestra vida alejada de Dios, tanto pasada como presente y futura, y entregársela a él con la certeza de que guiará nuestros pasos. ¡Ese es el compromiso! Cuando, en sentido figurado, nos desvestimos (es decir, hacemos más que quitarnos el calzado, como hizo Moisés) y nos presentamos ante Dios en completa sumisión, él promete darnos nuevas vestiduras de salvación y un manto de justicia (Isaías 61:10).

Es innegable que a veces nos conformamos con cierta información o la inspiración ocasional de un excelente artículo o un sermón conmovedor. No obstante, lo que Dios requiere de nosotros es una transformación.

Pero ello exige algo más que un cambio superficial, porque para poder seguir los pasos de Jesucristo se necesita una transformación total. Es decir, Cristo no vino a la Tierra simplemente a convertir en mejores personas a gente buena, ¡sino a revivir una humanidad muerta en vida! Una vez que logramos entender este concepto, las palabras de Pablo en cuanto a la santidad mediante la transformación adquieren absoluta claridad. Romanos 12:1-2 dice: “Por lo tanto, hermanos, tomando en cuenta la misericordia de Dios, les ruego que cada uno de ustedes, en adoración espiritual, ofrezca su cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta” (Nueva Versión Internacional).

2. Aferrémonos a la promesa de que Dios concluye lo que iniciaEl apóstol Pablo frecuentemente compara nuestro llamamiento con una carrera espiritual (1 Corintios 9:24-27).

Es Dios quien decide la velocidad a la que debemos andar, si rápida o lenta; no obstante, sin importar cuánto tiempo vivamos, ¡tenemos que movernos! Y mientras lo hacemos, debemos recordar que no corremos solos. Sigamos adelante con las alentadoras palabras de Pablo en Filipenses 1:6: “Estando confiado de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo”. Caminemos a nuestro ritmo conforme a la promesa de Aquel que ya llegó a la meta. “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, yo no le echo fuera. Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. Y esta es la voluntad del Padre que me envió: Que de todo lo que me ha dado, no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero” (Juan 6:37-40). Así que, en tanto avanzamos en nuestro camino, hagamos cada uno nuestra parte en cuanto a recordar y compartir las promesas de Dios entre todos, para motivarnos mutuamente a superar los obstáculos de esta vida.

3. Interioricemos ese maravilloso atributo con el que Cristo nos atrajo a sí mismo, que consiste en amar a otros como Dios nos ama.

Sí, amar como Dios ama es la meta suprema y cualquier otro objetivo es insignificante en comparación. Si alguna vez ha habido un supremo llamamiento, es éste, ya que humanamente, sin su Espíritu Santo es imposible lograr el cometido. Sin embargo, ésta debe ser nuestra meta.

Pongamos todo nuestro empeño en reflejar, según declaró Cristo, aquello que identifica a sus seguidores: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35). Esa es la razón por la cual los miembros del Cuerpo de Cristo se reúnen, para manifestar y experimentar mutuamente el amor de Dios. El autor de Hebreos expresa la voluntad de Dios para nosotros de esta manera: “Y considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras; no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca” (Hebreos 10:24-25). El cristianismo es compartir con otros, bien sea con la familia, los compañeros de trabajo, los vecinos o los miembros de una misma iglesia. Sencillamente no podemos compartir o experimentar amor si decidimos aislarnos en una burbuja o tener nuestra propia interpretación de las Escrituras. Debemos estar dispuestos a amar al que carece de amor, a ayudar al desvalido y a consolar al desamparado.

Es por eso que Dios quiere que nos congreguemos los sábados, no solo para escuchar un mensaje desde el púlpito, sino para compartir personalmente con los demás la experiencia de tener a Cristo viviendo en nosotros a través de nuestras actitudes, palabras y acciones, que revelan el amor que se nos ha dado, y que en consecuencia, compartimos con otros.

4. Dios quiere que entendamos que nuestro llamamiento abarca mucho más que nuestra propia salvación.

Somos parte de algo que sobrepasa nuestra individualidad, con un alcance mucho más amplio. Somos miembros de un tejido espiritual llamado el Cuerpo de Cristo, una nueva creación de Dios hecha de espíritu y no del polvo de la tierra. Una nueva creación que implica ser ciudadanos (en plural) del Reino de Dios, miembros de su familia y elementos esenciales “juntamente edificados” en un templo santo diseñado por Dios, donde él pueda habitar (Efesios 2:19-22). La Biblia afirma que Cristo es la Cabeza de la Iglesia, la cual es su Cuerpo (Efesios 1:23). Por lo tanto, si Cristo es la Cabeza y nosotros somos el Cuerpo, obviamente seremos sus ojos para ver las necesidades de otros, sus brazos para llevar a cabo su obra y sus pies para dirigirnos a donde él quiera.

En efecto, somos parte de algo mucho más sublime, que trasciende nuestros propios intereses. Juntos, como discípulos esparcidos por el mundo pero unidos en espíritu, tenemos la oportunidad de “echar las redes” de manera colectiva para ser “pescadores de hombres” en respuesta al llamamiento de predicar el evangelio de Jesucristo y del Reino de Dios, y de hacer discípulos en todas las naciones y cuidar de ellos.

Es por ello que la declaración de la visión de la Iglesia de Dios Unida refleja el deseo de Dios de tener un pueblo que “bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento del cuerpo para ir edificándose en amor” (Efesios 4:16).

Mantengamos esa visión y el deseo de seguir adelante, con el propósito de alcanzar el premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús. Jamás limitemos ni subestimemos la obra que Dios puede hacer por medio de nosotros en otras personas, ¡y empecemos ahora mismo!