El perdón sí es posible

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El perdón sí es posible

El  apóstol Pablo escribió lo siguiente al pueblo de Dios: “Por lo tanto, como escogidos de Dios, santos y amados, revístanse de afecto entrañable y de bondad, humildad, amabilidad y paciencia, de modo que se toleren unos a otros y se perdonen si alguno tiene queja contra otro. Así como el Señor los perdonó, perdonen también ustedes” (Colosenses 3:12-13,Nueva Versión Internacional).

Perdonar a otros puede ser muy difícil, especialmente cuando nos han lastimado profundamente. Tampoco es fácil admitir nuestro error y buscar perdón cuando somos nosotros quienes hemos cometido una falta. Sin embargo, ¡ambos aspectos del perdón son absolutamente indispensables!

El perdón constituye la esencia misma de la fe, la convicción y el proceder de un cristiano. Solamente por la gracia de Dios podemos ser salvos (Efesios 2:5, 8), y esa gracia es el fundamento de su perdón por nuestros pecados (Efesios 1:7). Tal perdón es posible gracias al amor de Dios y el sacrificio de su Hijo Jesucristo (Juan 3:16-17). Nunca debemos tomar esto a la ligera, y tenemos que hacer todo lo que sea necesario para recibir el perdón inicial de Dios por nuestras faltas pasadas. Y luego, por todo el resto de nuestras vidas, debemos pedirle diariamente que nos perdone cualquier nueva falta que hayamos cometido (1 Juan 1:9).

Para recibir el perdón continuo de Dios es absolutamente esencial que extendamos misericordia y clemencia a los demás por los agravios que nos han causado (Mateo 6:14). En este estudio veremos cuánto se enfatiza todo esto a través del Nuevo Testamento.

El camino para aprender a perdonar puede ser largo y tortuoso, pero mediante la amorosa guía de Dios es posible deshacerse de mucho resentimiento, rencor y amargura.

Emprenda ahora mismo el camino hacia un perdón duradero y significativo. ¿Cómo? Perdonando a otros y esforzándose por obtener y recibir perdón, especialmente de parte de Dios. 

La necesidad espiritual de perdonar a otros

Para la mayoría de las personas perdonar no es fácil. Nuestro instinto natural es replegarnos y escudarnos, tomar represalias y desquitarnos. Por naturaleza nonos sobra misericordia, gracia ni indulgencia cuando se nos agravia.

Primero, entendamos que hay una diferencia entre el perdón de Dios y nuestro perdón hacia los demás. Cuando Dios nos perdona, borra completamente el pecado y elimina la culpa (Isaías 43:25; Salmos 103:1-12). Únicamente Dios puede perdonar los pecados de esa manera (Marcos 2:5-11). Cuando usted perdona a alguien que lo ha herido, decide cancelar esa ofensa que se hizo en su contra y no alimentar más resentimiento ni rencor. Los seres humanos somos incapaces de “olvidar” rápidamente cuando alguien nos ha ofendido, aunque podemos fingir y tratar a la persona como si le hubiéramos perdonado la ofensa.

En Lucas 17:3-4 Jesucristo dijo: “Mirad por vosotros mismos. Si tu hermano pecare contra ti, repréndele; y si se arrepintiere, perdónale. Y si siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale”.

En estos versículos hay varias cosas que deben tenerse en cuenta: “si se arrepintiere” significa que tenemos la obligación de perdonar. Sin embargo, otras escrituras nos enseñan que debemos perdonar aun cuando la parte culpable no esté arrepentida. Esta escritura también nos muestra que muchas veces es apropiado “reprender” a la persona que ha cometido la ofensa. Eso significa que debemos confrontarla con mucho tacto y hacerle saber que nos ha ofendido. Uno de los beneficios de esto es que la persona estará más dispuesta a arrepentirse y disculparse.

Perdonar a alguien no significa que uno deba prestarse para ser lastimado nuevamente. Si usted está involucrado en una relación que hace peligrar su seguridad o en la cual corre el riesgo de ser víctima de graves abusos, debe alejarse de esa situación. ¿Y por qué “siete veces”? Siete no debe entenderse como un número que deba aplicarse al pie de la letra. Esta expresión en realidad implica “muchas veces”. En otra ocasión Jesús dijo: “No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete” (Mateo 18:21-22).

¿Cómo es posible obedecer este mandamiento de Jesucristo? ¡Hasta los apóstoles se asombraron al escucharle decir que tenían la obligación de perdonar a sus hermanos una y otra vez! Su reacción quedó registrada en el versículo 5 de Lucas 17: “Dijeron los apóstoles al Señor: Auméntanos la fe”. Ellos sabían que necesitaban ayuda divina para poder lograr tal cosa, y entendieron esa verdad que posteriormente fue acuñada en el refrán “Errar es humano, perdonar es divino”. 

El mandato de perdonar a veces se hace aún más difícil porque no queremos obedecerlo. Lo que queremos es contratacar, obtener justicia, y que la otra persona padezca el mismo dolor que nos infligió. Seguimos “respirando por la herida”, por así decirlo. Si perdonamos a alguien siete veces, ¿no le estamos permitiendo que se salga con la suya? Si perdonamos así no más, ¿no estamos permitiéndole a la gente que se aproveche de nosotros?

Esta es una respuesta natural y humana que intenta dañar al ofensor, pero veamos cómo Cristo ilustra aún más estas enseñanzas con la oración modelo:“Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal; porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén” (Mateo 6:12-13). Luego él explica: “Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; más si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas” (vv. 14-15).

Aquí se compara al pecado con las deudas (ver Lucas 11:4), en plural, lo cual indica que son muchas y que se han acumulado. No podemos esperar que Dios perdone nuestras deudas ni el castigo que merecemos por nuestros pecados si nosotros mismos no estamos dispuestos a perdonar. Para que nuestras deudas sean condonadas, debemos perdonar a quienes nos han herido. Si mostramos misericordia para con los hombres, recibimos misericordia de Dios.

¿Perdonar una y otra vez?

¿Qué debemos hacer si nuestro hermano vuelve a ofendernos varias veces?

Dios nos perdona una y otra vez, por lo tanto, debemos seguir su ejemplo. Él pasa por alto nuestros pecados y, como indica Proverbios 19:11, la gloria del hombre paciente “es pasar por alto la ofensa” (NVI). ¡Hay que enfrentarla, resolverla si es posible, perdonar, y seguir adelante! La venganza es solamente de Dios, no nuestra (ver Deuteronomio 32:35; Romanos 12:19).

Pero, ¿qué pasa si la ofensa es demasiado grande? No perdonar es una ofensa aún mayor. Perdonar refleja el carácter de Dios, el cual debemos imitar. Cuando perdonamos, reflejamos el amor del Padre.

La norma es esta: perdone a los demás como Dios lo perdona a usted. Perdonar nos da la oportunidad de obsequiar a otros lo que Dios nos ha obsequiado. Nuestro propósito en la vida es desarrollar el carácter de Dios en nosotros; no obstante, nuestra corrupta naturaleza humana y el orgullo que la acompaña representan la antítesis misma del perdón. El orgullo se opone y resiste a nuestra necesidad de perdonar, exige justicia y ansía desquitarse.

Quienes deben tratar problemas de relaciones humanas pueden percibir esto directamente. Por ejemplo, el sacerdote católico Robert Hagerdon dijo: “Cuando fui ordenado como cura, creía que más del 50% de los problemas se debían, al menos en parte, a la falta de perdón. Después de diez años en el ministerio, revisé mis cálculos y me di cuenta de que entre 75 y 80% de los problemas de salud, maritales, familiares y financieros se originan en la falta de perdón. Ahora, después de más de veinte años en el ministerio, he concluido que más del 90% de los problemas tienen sus raíces en la falta de perdón”. Él hace una atinada observación de la degradación que produce en la sociedad la falta de perdón, lo cual está directamente ligado al mandato que dio Cristo.

En cierta ocasión, un reconocido experto en asuntos matrimoniales escribió que él creía que la clave más importante para un matrimonio armonioso era que tanto el esposo como la esposa estuvieran dispuestos a perdonarse el uno al otro, cada día, día tras día.

La naturaleza humana es vengativa, y a menos que superemos esta tendencia, es imposible que podamos otorgar y experimentar el verdadero perdón. Los deseos de revancha, represalias y vilipendio son más que evidentes en nuestros medios de entretención –salas de cine, música, televisión–, así como también en nuestra interacción social cotidiana, en los negocios y en la política. Estamos rodeados de maldad, confusión y odio, pero se nos ha dicho que a pesar de ello, debemos perdonar tan a menudo como tengamos oportunidad.

Nuestra absoluta necesidad del perdón de Dios

Todo el mundo peca; por consiguiente, todos necesitamos el perdón de Dios. No hay nadie que no necesite ser perdonado, así que más vale perdonar a quienes nos hacen daño. Sin embargo, no basta con abstenerse de “desquitarse”: si no toma represalias, pero tampoco perdona, nunca podrá librarse de su secreta aflicción ni de la amargura y el resentimiento que la acompañan. La deuda nunca se salda y, como consecuencia, la ira y el dolor nunca se disipan.

Cristo nos dio un ejemplo muy aleccionador para ayudarnos a entender este concepto de perdonar mediante una parábola sobre un rey y su sirviente. Este le debía al rey 10 000 talentos: “Como él no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él, a su esposa y a sus hijos, y todo lo que tenía, para así saldar la deuda” (Mateo 18:25, NVI).

El sirviente suplicó perdón y el rey le condonó la deuda. Al poco tiempo, el mismo sirviente se encontró con otro miembro de la servidumbre que le adeudaba cierta cantidad y le exigió que se la pagara. El consiervo no podía pagar y le imploró clemencia, pero el siervo que recientemente había sido perdonado se rehusó y lo hizo encarcelar. Cuando el rey se enteró de esto, se enojó mucho con su sirviente por su falta de misericordia y ordenó que lo castigaran hasta que pagara todo lo que le debía (vv. 32-34).

Aquí, Cristo está contrastando dos deudas. El primer siervo le debía al rey una gran fortuna: 10 000 talentos. El segundo siervo le debía a su compañero unos míseros 100 denarios. Supongamos que las deudas de ambos siervos fueran a ser pagadas en monedas de cinco centavos. Los 100 denarios podrían haber cabido en el bolsillo de una persona. Sin embargo, se ha calculado que para llevar 10 000 talentos (también en monedas de cinco centavos) se habría necesitado un ejército de 8 600 hombres alineados en una fila india de poco más de ocho kilómetros de largo, ¡y cada uno de estos hombres tendría que haber cargado un saco de monedas de cinco centavos que pesaba más de 27 kilos! ¡Qué contraste tan descomunal!

Obviamente el primer siervo, el que adeudaba tantísimo dinero, nos representa a todos nosotros y nuestra relación con Dios. El segundo siervo representa nuestra relación con aquellos que nos han infligido daños infinitamente menores en comparación.

Recuerde la oración modelo

Desde luego, el monto de la deuda en realidad no importa, ¿verdad? La moraleja es que ningún daño que los hombres puedan causarnos se compara con el daño que le hemos hecho a Dios. Por lo tanto, debemos suplicarle la misericordiosa gracia que solo él puede otorgar, y que pase por alto nuestros numerosos defectos y fallas acumuladas.

El académico, autor y ensayista británico C. S. Lewis dijo una vez: “Ser cristiano significa perdonar lo inexcusable, porque Dios ha perdonado lo inexcusable en ti”.

Otorgar perdón es un aspecto muy importante de lo que es amar a otros. Cuando Jesús nos dio el bosquejo de la oración modelo que conocemos como el padrenuestro, este era una parte de su sermón del monte (Mateo 5-7) que nos enseña la necesidad de amar a todos, y eso incluye el perdonarlos. Lea especialmente Mateo 5:38-48 para aprender cómo seguir el ejemplo de Dios en cuanto a ser misericordiosos y amorosos con todos, en vez de tener la mentalidad de “ojo por ojo y diente por diente”.

¿Qué quiso decir Jesús con “a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra” (v. 39)? Él quiso decir que amar a otras personas siempre nos hará más susceptibles de ser heridos, pero que debemos estar tan ocupados en amarlas, que no nos importará correr el riesgo de resultar lastimados.

La misericordia que Dios nos extenderá al momento de evaluarnos y juzgarnos dependerá en gran medida de cuán misericordiosos y amorosos hayamos sido hacia nuestros semejantes (ver Lucas 6:27-38; Mateo 7:2-5). “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mateo 5:7).

Perdonar es un acto de fe. Al perdonar a alguien, estamos confiando en que Dios sabe aplicar la justicia mucho mejor de lo que nosotros pudiéramos jamás hacerlo. Dios hace todo por amor, no por despecho. Cuando perdonamos, desistimos de nuestras ansias de desquitarnos y dejamos todos los asuntos de justicia en sus manos para que él los resuelva.

Al actuar de esta manera estamos siguiendo las Escrituras, y ciertamente podremos decir “Perdonaré a mi hermano, no solamente siete veces, sino cuantas veces sea necesario”.

La oportunidad de ser perdonados por Dios solo se nos ofrece después de que ablandamos nuestros corazones y desarrollamos la capacidad de perdonar a quienes nos han ofendido. No se equivoque: Dios quiere perdonarlo, sin importar lo que haya hecho en el pasado.

Dios puede y quiere perdonarlo

Pedro, discípulo y amigo de Jesús, conocía lo insondable del perdón de Dios. Al jurar lealtad a su Maestro, prometió que nunca lo abandonaría durante su hora de angustia. No obstante, Jesús conocía su corazón y sabía que no estaba preparado para cumplir semejante promesa. El apóstol era aún muy débil y demasiado humano.

Pedro negó a Jesús tres veces justo antes de la crucifixión, dejando solo a su amigo y Maestro, tal como Jesús había predicho que lo haría. Lucas escribió que Pedro se dio cuenta de su fracaso y se fue, llorando amargamente (Lucas 22:62).

Es fácil entender la desesperación de Pedro. ¿Podría llegar a ser perdonado por su traición? ¿Acaso merecía el perdón? La Escritura nos dice que después de que Jesús fue resucitado, reconoció el sincero y profundo arrepentimiento de Pedro y le hizo saber que había sido perdonado.

Como resultado, poco tiempo después encontramos a un Pedro muy diferente. En vez de dejarse dominar por el temor y la duda, ahora era un hombre resuelto y valiente. En vez de sumirse en la vergüenza y la culpa, triunfantemente predicó acerca del perdón y la misericordia de Dios.

Su declaración registrada en Hechos 2:38 es uno de los pasajes más cruciales en la Biblia. Pedro redujo a su esencia lo que Dios espera de nosotros cuando se dirigió a sus oyentes con estas palabras: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdónde los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo”.

Tener el don del Espíritu Santo de Dios habitando en nosotros nos proporciona innumerables beneficios. Uno de los más valiosos es que nos permite perdonar mucho más fácilmente a quienes nos han hecho daño.

Pedro establece una verdad fundamental: que nuestro arrepentimiento y el perdón misericordioso de Dios son aspectos necesarios y complementarios en el proceso general de salvación.

Y como el arrepentimiento debe tener lugar antes que el perdón, primero démosle una mirada al arrepentimiento.

La necesidad de arrepentimiento

El libro de los Hechos cubre unos 30 años de la historia de la Iglesia primitiva, que van desde Jerusalén hasta Roma. Pablo, al igual que Pedro, continuamente predicó sobre la importancia de arrepentirse. El testificó “a judíos y a gentiles acerca del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo” (Hechos 20:21).

El verdadero arrepentimiento tiene dos componentes: primero, debe haber sincera “tristeza que proviene de Dios” (congoja por haber quebrantado sus mandamientos, no solo por estar sufriendo el castigo, 2 Corintios 7:9-10). Segundo, se debe dar un giro completo y cambiar de dirección, del camino de pecado al camino de obediencia a Dios (Ezequiel 18:23, 30-32). Pablo enfatiza que prometer dar la espalda al pecado no es suficiente. El arrepentimiento también requiere producir buenas obras, los frutos del arrepentimiento. Él exhortó a todos a “que se arrepintieran y se convirtieran a Dios, y que demostraran su arrepentimiento con sus buenas obras” (Hechos 26:20, NVI). Anteriormente, Juan el Bautista había exigido a sus oyentes “frutos dignos de arrepentimiento” (Lucas 3:8).

Poco antes, Pablo y Bernabé habían instado a la gente de Listra a que dejaran “estas cosas sin valor” y se volvieran “al Dios viviente” (Hechos 14:15, NVI). Aquellos que han sido realmente llamados por Dios experimentan un fuerte sentimiento que los impulsa a procurar el perdón siguiendo los pasos bíblicos que el Creador requiere para el arrepentimiento.

Continuar en el pecado (la falta de arrepentimiento) es un camino que conduce a un callejón sin salida. Solo hay un camino a seguir: buscar el perdón de Dios, arrepentirnos de nuestros pecados y permitirle a él que nos cambie.

David: ejemplo del arrepentimiento que conduce al perdón

Para Dios el pecado no es cosa ligera, y tampoco debería serlo para usted. En realidad, es un asunto extremadamente grave. Dios aborrece el pecado porque produce muerte y nos aparta de él, quien como buen Padre desea tener una relación estrecha e íntima con nosotros. Sin embargo, el pecado sin arrepentimiento nos impide experimentar ese nivel de cercanía con él.

La Biblia nos muestra un conmovedor ejemplo de la relación entre el arrepentimiento y el perdón mediante un suceso en la vida del rey David de Israel. Cuando él quebrantó al menos dos de los Diez Mandamientos tramando el asesinato de un soldado llamado Urías, después de haber cometido adulterio con la esposa de este, Betsabé, Dios le preguntó por intermedio del profeta Natán: “¿Por qué, entonces, despreciaste la palabra del señor haciendo lo que le desagrada?” (2 Samuel 12:9 NVI). El tembloroso rey respondió: “¡He pecado contra el señor!”

Pero vea la respuesta de Natán: “El señor ha perdonado ya tu pecado, y no morirás” (v. 13). El emotivo y sincero arrepentimiento que manifestó David quedó registrado para nosotros en el Salmo 51. Todo cristiano debería leerlo de vez en cuando para recordar la clase de corazón y actitud que Dios desea ver en nosotros. El arrepentimiento de David fue de corazón, lo cual creó un cambio en él y restableció su relación con Dios. Como resultado, Dios derramó su gracia y perdón sobre él.

En su misericordia, Dios nos ha proporcionado una forma de salir del pecado, aunque a un gran costo para sí mismo. Solo cuando comprendemos la grandeza de Dios y comenzamos a vernos realmente cómo somos en comparación con nuestro Creador, como lo hizo Job, podemos emprender el camino a un verdadero y genuino arrepentimiento y a su benevolente perdón.

El misericordioso y bondadoso perdón de Dios

El rey David alabó la compasiva naturaleza de Dios en el Salmo 103: “Alaba, alma mía, al señor. . . y no olvides ninguno de sus beneficios. Él perdona todos tus pecados y sana todas tus dolencias . . . El señores clemente y compasivo, lento para la ira y grande en amor . . . No nos trata conforme a nuestros pecados ni nos paga según nuestras maldades.

“Tan grande es su amor por los que le temen como alto es el cielo sobre la tierra. Tan lejos de nosotros echó nuestras transgresiones como lejos del oriente está el occidente. Tan compasivo es el señor con los que le temen como lo es un padre con sus hijos. Él conoce nuestra condición; sabe que somos de barro” (vv. 1-14, NVI).

Una vez que uno se arrepiente verdaderamente de sus pecados, recibe el perdón absoluto, total y definitivo de Dios. Él aplica la sangre del sacrificio de su Hijo Jesucristo personalmente al arrepentido: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna” (Juan 3:16).

Dios borra nuestras transgresiones a su ley mediante el sacrificio de Jesucristo, “en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados” (Colosenses 1:14).

Nuestra nueva condición con Dios

El arrepentimiento, el bautismo en agua y el recibimiento del Espíritu Santo de Dios (Hechos 2:38) hacen que para un cristiano empiece un cambio de vida completo. Después que se ha cruzado este puente, el perdón está asegurado. La salvación, sin embargo, está asegurada siempre y cuando continuemos arrepintiéndonos cuando caemos y volvamos a la senda de la ley de Dios obedeciendo los Diez Mandamientos (1 Juan 1:9). Como el salmista escribió, “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino” (Salmos 119:105).

Jesucristo dijo: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió [el Padre], tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, más ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24).

El apóstol Juan reiteró esta alentadora verdad en 1 Juan 5:11-12: “Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida”.

Después de su resurrección, Jesús dijo del Mesías (refiriéndose a sí mismo), “que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén”, como un componente clave de la misión que les había encomendado a sus discípulos (Lucas 24:47). Ahora podemos ver cómo el arrepentimiento genuino, seguido por el perdón misericordioso y compasivo de Dios, convergen para impartir verdadera conversión ¡y colocarnos firmemente en el camino a la vida eterna!

 Viva una nueva vida en Cristo

Sin importar quién sea usted, ni qué haya hecho en el pasado, el verdadero perdón está a su alcance. No tiene por qué vivir avergonzado o atemorizado. Dios le ofrece la voluntad y el poder para arrepentirse sinceramente delante de él y quedar limpio de sus pecados.

El apóstol Pablo nos escribió acerca del impresionante poder del sacrificio de Jesús, mediante el cual obtenemos el perdón y una nueva vida: “. . . ustedes estaban muertos en sus pecados. Sin embargo, Dios nos dio vida en unión con Cristo, al perdonarnos todos los pecados y anular la deuda que teníamos pendiente por los requisitos de la ley. Él anuló esa deuda que nos era adversa, clavándola en la cruz” (Colosenses 2:13-14, NVI). Mediante el supremo sacrificio de su Hijo, Dios elimina completamente nuestra culpa cuando nos arrepentimos y nos dedicamos a vivir una nueva vida venciendo el pecado.

Pablo explicó la función que cumple el bautismo como manifestación de nuestro arrepentimiento y nuestras ganas de vivir una vida que agrade a Dios: “. . . fuisteis . . . sepultados con él [Cristo] en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos” (Colosenses 2:12).

Una vez que un cristiano empieza una nueva vida en Cristo aún no es perfecto ni está completamente libre de pecado, pero si está verdaderamente arrepentido, será capaz de superarlo y vencerlo paso a paso con la ayuda del Espíritu Santo de Dios. Usted tiene la capacidad de vencer y crecer espiritualmente si busca a Dios con todo su corazón y somete su vida a su increíble voluntad.

Dios lo está llamando al arrepentimiento. Si todavía no ha respondido a su llamado, esperamos que lo haga sin más demora. Dios le está ofreciendo a usted y a todos nosotros una vida con un futuro glorioso — ¡la vida de un hijo de Dios perdonado!  EC