Consuelo: Cómo nuestras experiencias se convierten en un don para compartir

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Consuelo

Cómo nuestras experiencias se convierten en un don para compartir

"Tribulación” es una palabra que capta nuestra atención, y con toda razón, porque no es algo agradable de experimentar en nuestra vida, ¿verdad? Este vocablo evoca palabras y emociones que describen diversos grados de aflicción, angustia, problemas, sufrimiento y congoja. Todos pasamos por cosas semejantes, tal como Cristo predijo que sucedería, pero hay un antídoto para ellas, y ese es precisamente el tema de este artículo.

Para el pueblo de Dios a través de la historia (y eso nos incluye a nosotros), ha sido en tiempos de tribulación cuando él ha provisto una bendición o don muy especial, el cual es simplemente el consuelo que recibimos de nuestro Padre en los cielos. En la forma que Dios nos cuida cuando pasamos por una “tribulación” hay un principio espiritual poderoso y fortalecedor, indispensable en nuestro peregrinaje colectivo hacia el Reino de Dios.

El apóstol Pablo, un hombre que sufrió muchas tribulaciones  durante su prolongado y eficaz ministerio de servicio a Cristo y a su Iglesia, fue inspirado a escribir sobre los numerosos problemas que enfrentó y sobre la ayuda que Dios le brindó durante tales momentos. En el curso de su ministerio, este apóstol también describió cómo se podía aprender y compartir este principio en las vidas de los miembros de la Iglesia para fortalecerse uno mismo, a muchos otros, y a la Iglesia en general.

Este principio espiritual está claramente descrito en 2 Corintios 1:3-4: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación,por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios” (énfasis agregado). En este pasaje encontramos dos puntos dignos de considerarse: primero, que como nuestro Padre, Dios sabe que una de las bendiciones que todos necesitamos es el consuelo “en todas nuestras tribulaciones”; segundo, que este don se transforma en una bendición que podemos compartir con nuestros semejantes.

El atributo de ser un consolador, alguien capaz de ofrecer genuino consuelo y aliento a los demás, describe muy bien a Dios nuestro Padre y a Jesucristo nuestro Señor. De hecho, la virtud de ser un “consolador” está tan estrechamente asociada con el carácter mismo de Dios, que el Espíritu Santo también es llamado “otro Consolador” (Juan 14:16).

Pablo había sentido este tipo de consuelo, y estaba transmitiéndoselo a la Iglesia en Corinto. Notemos el efecto que tiene, porque es el mismo que podemos anticipar cuando confortamos a quienes nos rodean. El apóstol escribió: “Mucha franqueza tengo con vosotros; mucho me glorío con respecto de vosotros; lleno estoy de consolación; sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones. Porque de cierto, cuando vinimos a Macedonia, ningún reposo tuvo nuestro cuerpo, sino que en todo fuimos atribulados; de fuera, conflictos; de dentro, temores. Pero Dios, que consuela a los humildes, nos consoló con la venida de Tito; y no sólo con su venida, sino también con la consolación con que él había sido consolado en cuanto a vosotros, haciéndonos saber vuestro gran afecto, vuestro llanto, vuestra solicitud por mí, de manera que me regocijé aún más” (2 Corintios 7:4-7).

A veces la vida es así, ¿verdad? Todos tenemos en común los interminables problemas y conflictos por todas partes, temores y abatimiento. En el caso de Pablo, el saber que otros se preocupaban por él y que uno de los hermanos viniera en representación de todos para extenderle su bendición espiritual le dio fortaleza espiritual y gozo justo en el momento que más lo necesitaba.

Una de las razones por las cuales estoy escribiendo sobre este tema es que frecuentemente hablo con personas que necesitan urgentemente ser consoladas porque las pruebas por las que pasan son muy serias. Mi propósito es animar a cada uno de ustedes para que estén pendientes de esta necesidad, y para que hagan extensiva esta bendición a todos cuantos sea posible, tal como nos instan a hacer los versículos anteriores.

Solo piense en el ánimo que ha recibido de parte de otros cuando realmente lo necesitaba. ¿Recuerda cuánto mejor se sintió, cuánto lo alentó el simple hecho de que alguien tuviera la consideración de darse cuenta de que usted necesitaba un amigo o hermano que lo acompañara en un momento de prueba? ¿Se acuerda de cuán agradecido se sintió cuando alguien que usted ama le dio la fortaleza y la habilidad para soportar y hasta para encontrar gozo en sus tribulaciones? Cuando somos consolados, especialmente por alguien que tiene el Espíritu Santo de Dios y que aplica esta bendición espiritual, nos sentimos fortalecidos, edificados y mejor capacitados para superar “cualquier tribulación” con una fe no solamente intacta, sino también acrecentada.

Ciertos ejemplos personales pueden ayudarnos a recordar y valorar el hecho de que Dios nos conforta a menudo, y que por lo tanto podemos ayudar a confortar a otros. Me gustaría compartir con ustedes uno de esos ejemplos personales y pedirles que mediten en sus propias vivencias, aquellas en que han recibido consuelo de parte de Dios y de otros.

Hace unos 50 años mi madre me enseñó una lección muy valiosa acerca del poder del consuelo sincero. Mi familia era muy pobre; vivíamos en condiciones paupérrimas y casi nunca teníamos suficiente para comer. Mi padre pasaba varios meses en el hospital de manera intermitente, y cuando estaba en casa nunca se sentía lo suficientemente bien como para satisfacer las necesidades de nuestra familia de siete hijos. Esto sucedió antes de que el gobierno estadounidense comenzara a repartir cupones de alimentos y almuerzos escolares, algo muy común en la actualidad.

Muchas veces no teníamos ningún alimento que le permitiera a mi madre prepararnos almuerzos para la escuela, y en momentos así solo podíamos vivir de lo que encontrábamos en el campo. Como el primogénito de la familia, yo hacía todo lo posible para conseguir alimentos y otras cosas necesarias para mis seis hermanos y mis padres.

Cierta mañana, mientras me alistaba para irme a clases y desayunaba un poco de harina de maíz hervida, mi madre me dijo que lo sentía mucho, pero no había nada para el almuerzo que debía llevar a la escuela. En su afán de consolarme y alentarme, ella me dio el siguiente  consejo: “Si bebes pequeños sorbos de agua lentamente durante el día, no sentirás tanta hambre”. Frente a la falta de recursos para proporcionarme una comida al mediodía, mi madre me confortó con estas palabras llenas de preocupación y cariño. Y al aplicar su consejo esa vez y muchas otras más tarde en mi vida, me di cuenta de que tenía razón. Pero, más aún, ahora me doy cuenta de que el consuelo que mi madre me dio aquel día fue mucho más valioso que un emparedado de mantequilla de maní para el almuerzo. Después de hacer todo lo que podía en semejante “tribulación”, que también la estaba haciendo sufrir a ella, aprovechó la oportunidad para otorgarme la bendición de su consuelo.

Ese acto tan simple resultó ser una de las mejores lecciones de mi vida. Dios fue bueno, como siempre, y al poco tiempo el director de mi escuela notó que mis hermanos y yo a veces no llevábamos almuerzo a la escuela. Él me ofreció ayuda: si yo trabajaba de manera voluntaria en la cafetería, lavando platos y limpiando, él se aseguraría de que mis hermanos y yo tuviéramos almuerzo disponible todos los días en la escuela. ¡Qué honor para mí, y qué bendición para mi familia! En lo personal, sin embargo, la mejor parte de esta experiencia fue poder confortar a mi madre al regresar a casa aquel día y compartir esas buenas noticias con ella.

Pero este artículo no estaría completo sin un llamado a la acción. Hagamos cada día un compromiso deliberado de recordar que en todas nuestras tribulaciones Dios está presente para ayudarnos, suplir nuestras necesidades y consolarnos. Después hagamos un compromiso voluntario, y respaldado por acciones concretas, de extender ese consuelo a los demás.

Esfuércese por detectar las necesidades de otras personas. Algunas veces las señales son sutiles, pero la necesidad puede ser enorme. Haga todo lo que pueda para llenar el vacío en las vidas de los demás; en ocasiones puede tratarse de necesidades físicas, y en otras, la gente solo necesita ánimo porque está pasando por pruebas muy difíciles. Si usted ha experimentado una prueba semejante y Dios lo ha confortado, quiere decir que cuenta con algo muy bueno que puede compartir con otros. Usted puede ofrecer el mismo tipo de consuelo, porque ahora sabe lo que se siente y quizá también lo que se requiere en tal caso. 

2 Corintios 1:3-4 describe el poderoso y fortalecedor principio espiritual de recibir y entregar consuelo. Cada vez que consolamos a los demás como Dios lo ha hecho con nosotros, estamos creando un ambiente propicio para el crecimiento en la vida de alguien y, como consecuencia, en la congregación y en la Iglesia. Este tipo de lecciones son las que perduran, como la lección que mi madre me enseñó.