La Pascua: ¿Por qué tuvo que morir Jesucristo?

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La Pascua

¿Por qué tuvo que morir Jesucristo?

El plan que Dios tiene para salvar a la humanidad se centra en el sacrificio de Jesucristo. Refiriéndose a sí mismo como el Hijo del Hombre, y hablando de su propia muerte, Jesús dijo que tenía que ser “levantado” (crucificado) así como Moisés había levantado la serpiente en el desierto, “para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:14-16). Aquí vemos que el sacrificio de Jesús —el tema principal de la Pascua— fue un acto de amor supremo por la humanidad. Este importantísimo acontecimiento es la base de las demás fiestas que Dios ha establecido; es la parte más trascendental del plan de Dios.

Poco antes de la Pascua en que iba a ser sacrificado, Jesús dijo: “Para esto he llegado a esta hora . . . Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Juan 12:27, Juan 12:32).

Ahora busquemos en la Biblia las instrucciones que Dios dio con respecto a la Pascua, así como el significado de esta fiesta. Esto nos ayudará a entender por qué debemos seguir celebrándola.

Las instrucciones de Dios

Por medio de Moisés, Dios le dijo al faraón: “Deja ir a mi pueblo a celebrarme fiesta en el desierto” (Éxodo 5:1). Mediante una serie de 10 plagas, Dios mostró su gran poder y libertó a los israelitas de la esclavitud en Egipto. Después de la novena plaga, Dios le dio instrucciones específicas al pueblo de Israel acerca de la décima, y última, que era inminente, así como de lo que cada familia tenía que hacer para escapar de esa plaga.

Dios les ordenó que en el décimo día del primer mes cada jefe de familia israelita apartara un cordero o un macho cabrío lo suficientemente grande para alimentar a todos los de su casa; debía ser un animal de un año, sin defecto alguno (Éxodo 12:3-5). Debían sacrificarlo el día 14 de ese mes y poner un poco de la sangre en los dos postes y el dintel de sus casas. Luego debían asar la carne y comerla apresuradamente junto con panes sin levadura y hierbas amargas (vv. 6-11).

Más adelante, el Creador les dijo a los israelitas que esa noche él mataría a todos los primogénitos de Egipto para convencer al faraón de que les diera la libertad. Los primogénitos de los israelitas serían protegidos si la señal de la sangre estaba en la puerta de sus casas. Dios “pasó por encima de las casas de los hijos de Israel en Egipto, cuando hirió a los egipcios, y libró nuestras casas” (v. 27).

Dios les dijo a los israelitas que ese día sería un recordatorio para ellos: “Y este día os será en memoria, y lo celebraréis como fiesta solemne para el Eterno durante vuestras generaciones; por estatuto perpetuo lo celebraréis” (v. 14). Siglos después, los escritores de la Biblia explicaron que el sacrificio de la Pascua simbolizaba a Jesucristo. El apóstol Pablo escribió: “Nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros” (1 Corintios 5:7). Y Juan el Bautista reconoció a Jesús como “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29).

El cordero o macho cabrío sin mancha representaba a Jesucristo como el inmaculado y perfecto sacrificio por nuestros pecados. En Hebreos 9:11-12 se nos dice: “Estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros . . . no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención”. Jesucristo, como nuestro Cordero pascual, nos compró derramando su sangre hasta la muerte en pago de la pena por nuestros pecados.

¿Por qué tenía que morir Jesús? Nuestro Salvador tenía que morir porque era la única forma en que nuestros pecados podían ser perdonados. La Biblia dice que el pecado es la infracción de la ley de Dios, la cual es la ley del amor (1 Juan 3:4; Mateo 22:35-40). Todos hemos pecado y estamos destituidos de la gloria de Dios (Romanos 3:23). Por nuestra desobediencia todos nos hemos hecho merecedores de la pena de muerte eterna (Romanos 5:12; Romanos 6:23).

En Romanos 5:6-8 el apóstol Pablo nos describe la profundidad del amor de Jesucristo al dar su vida por nosotros. Si la pena por nuestros pecados no hubiera sido pagada en alguna forma, todos estaríamos condenados a la muerte eterna. Jesús, quien vivió una vida perfecta como el inmaculado Cordero de Dios, murió en lugar nuestro; de hecho, su sacrificio era lo único que podía librarnos de la pena de muerte. Jesús murió en lugar nuestro para que tuviéramos la oportunidad de vivir con él para siempre. Él pagó el precio supremo, y los que han sido llamados y que se han arrepentido verdaderamente, han venido a ser posesión de Dios; y como los redimidos de Dios, ya no deben vivir conforme a sus propios deseos (1 Corintios 6:19-20).

Tanto Jesús como Pablo dejaron bien claro que la Pascua era algo que debía continuar como una celebración cristiana. Jesús mismo instituyó nuevos símbolos y prácticas para enseñar a los cristianos verdades muy importantes acerca de sí mismo y acerca del plan divino de salvación.

En tiempos del Antiguo Testamento, la Pascua prefiguraba la crucifixión de Jesucristo; ahora, la Pascua de nuevo pacto es una conmemoración de este hecho. Al celebrarla, nosotros anunciamos su muerte “hasta que él venga” (1 Corintios 11:26). Veamos ahora las instrucciones específicas que Jesús nos dio con respecto a la ceremonia de la Pascua y las lecciones que debemos aprender de ella.

Humildad y servicio

Las siguientes palabras del apóstol Juan describen algunos de los sucesos de la última noche que Jesús pasó con sus discípulos: “Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre, como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Y cuando cenaban, como el diablo ya había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, que le entregase, sabiendo Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios, y a Dios iba, se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido” (Juan 13:1-5).

En esa época era una tarea normal del sirviente de más baja categoría lavar los pies de los huéspedes, lo cual era un acto de hospitalidad. Jesús, en lugar de pedirle a algún sirviente que lavara los pies a sus huéspedes, en una actitud humilde lo hizo él mismo para enseñarles una importante lección espiritual. “Así que, después que les hubo lavado los pies, tomó su manto, volvió a la mesa, y les dijo: ¿Sabéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros” (vv. 12-14).

Jesús dejó a sus discípulos un recordatorio permanente acerca de la importancia de servir a los demás con desinterés y humildad. Esto reafirmó una lección que ya antes les había dado, como se puede ver en Mateo 20:25-28: “Entonces Jesús, llamándolos, dijo: Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Mas entre vosotros no será así, sino que el que quiera ser grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos”.

El simple hecho de lavar los pies de otros nos enseña una lección muy importante que está estrechamente ligada con la Pascua: “Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis” (Juan 13:15). ¿Cuántos cristianos obedecen esta sencilla orden de lavarse los pies unos a otros y demuestran esa actitud de servicio en su vida? Como posesión de Dios, rescatada por medio del sacrificio redentor de Cristo, nosotros debemos estar dedicados al servicio de Dios y de nuestros semejantes.

El pan simboliza el cuerpo de Jesús

Más tarde, mientras comían, Jesús dijo a sus discípulos que uno de ellos lo iba a traicionar (Mateo 26:21-25). Ahora notemos el versículo 26: “Y mientras comían, tomó Jesús el pan, y bendijo, y lo partió, y dio a sus discípulos, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo”. El cuerpo del Hijo de Dios iba a ser ofrecido como sacrificio por el pecado, porque “somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre. Y ciertamente todo sacerdote está día tras día ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados; pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados . . . con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:10-14). Cuando nos arrepentimos y somos bautizados, Dios nos perdona por medio del sacrificio de Cristo; entonces recibimos el Espíritu Santo y Dios nos “santifica” —nos aparta— para que vivamos en obediencia a él.

Comer el pan de la Pascua significa que entendemos que Jesucristo quitó de en medio el pecado “por el sacrificio de sí mismo” (Hebreos 9:26). Él estuvo dispuesto a sufrir una muerte atroz por nosotros; en su cuerpo y en su mente llevó el sufrimiento que trae el pecado.

El sacrificio de Jesucristo también está estrechamente ligado con nuestra sanidad. Con relación a esto, el apóstol Pedro escribió que Cristo “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados” (1 Pedro 2:24). Siglos antes, Isaías profetizó acerca del sufrimiento que Jesús padecería por nosotros: “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios, y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:4-5).

En Mateo 8:16-17 se hace referencia a algunos de los milagros de sanidad que hizo Jesús. Él ayudó a “muchos endemoniados; y con la palabra echó fuera a los demonios, y sanó a todos los enfermos; para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías, cuando dijo: Él mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias”.

Las curaciones milagrosas que Jesús realizó fueron parte del cumplimiento de su misión como el Redentor prometido. Y además de mostrar su compasión y sensibilidad, estos milagros mostraron que tenía autoridad para perdonar pecados (Mateo 9:2-8). ¡El pecado trae sufrimiento! El sacrificio de Cristo hace posible la sanidad completa al aliviar y eliminar los sufrimientos físicos, mentales y emocionales que son el resultado de nuestros pecados.

Jesús no sólo ha hecho posible que recibamos el perdón de nuestros pecados, sino que heredemos la vida eterna también. Él dijo: “Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron. Este es el pan que desciende del cielo, para que el que de él come, no muera. Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo” (Juan 6:48-51).

Una nueva relación y un nuevo modo de vivir

El pan de la Pascua nos recuerda la estrecha relación que los cristianos tienen con Jesucristo. En Romanos 6:1-6 el apóstol Pablo nos exhorta a que, una vez que simbólicamente nos hemos unido a Cristo en su muerte por medio del bautismo, ya no sirvamos más al pecado sino que “andemos en vida nueva”. Al comer de este pan manifestamos nuestra firme decisión de permitir que Cristo viva en nosotros.

En Gálatas 2:20 el apóstol describe esta unión: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”. Para Pablo, sus propios caminos ya no eran importantes; ahora su relación con Cristo tenía la máxima importancia para él.

El apóstol Juan nos dice lo que Cristo espera de nosotros: “En esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos . . . El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo” (1 Juan 2:3-6).

El pan de la Pascua da mayor solidez a nuestro entendimiento de que Jesucristo, el verdadero “pan de vida”, debe vivir en nosotros, para que podamos vivir una vida nueva y completamente diferente (1 Pedro 4:1-4). Cuando nos arrepentimos verdaderamente de nuestros pecados y nos sometemos a Dios, él nos perdona, nos redime (nos compra por un precio) y nos santifica (nos aparta para un propósito santo). De ahí en adelante pertenecemos a Dios, de manera que él puede cumplir su propósito en nosotros.

El significado del vino de la Pascua

¿Por qué durante la Pascua Jesús les mandó a sus discípulos que tomaran vino como símbolo de su sangre? ¿Qué es lo que esto representa?

Veamos lo que se nos dice en Mateo 26:27-29: “Tomando la copa, y habiendo dado gracias, les dio, diciendo: Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados. Y os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre”.

¿Qué es lo que debemos aprender de esto? En primer lugar, Jesús sabía que tomar vino como símbolo de su sangre derramada haría que en nuestras mentes se grabara profundamente el hecho de que él sufrió y murió para que nosotros pudiéramos ser perdonados. Por eso dijo: “Haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria de mí” (1 Corintios 11:25). Jesús “nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (Apocalipsis 1:5). “Si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).

Mucha gente entiende que Dios perdona nuestros pecados por medio de la sangre de Jesucristo, pero no todos se dan cuenta de cómo lo hace. El apóstol Pablo explica que “casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreos 9:22), es decir, no hay perdón de pecados.

Antiguamente, Dios dio instrucciones a los sacerdotes para que cumplieran con ciertos deberes; entre ellos se incluía un sistema de limpieza y purificación por medio de la sangre de animales sacrificados. Esto prefiguraba el derramamiento de la sangre de Cristo, el sacrificio máximo por el pecado. Él mandó al pueblo de Israel que cumpliera con este régimen temporal de ritos de limpieza del pecado (Hebreos 9:9-10). Los sacrificios de los animales sirvieron como precursores del único y verdadero sacrificio, Jesucristo, quien una vez y para siempre pagaría la pena por los pecados de todos.

La Biblia nos enseña que la vida está en la sangre (Génesis 9:4). Si una persona pierde suficiente sangre, muere. Por lo tanto, la sangre derramada es lo que paga la pena de muerte impuesta como resultado del pecado (Levítico 17:11; Romanos 6:23). Jesús derramó su sangre en la cruz, y de esta manera murió por los pecados de la humanidad (Lucas 22:20; Isaías 53:12). Nosotros debemos tener en cuenta muy seriamente este simbolismo cuando participamos de la Pascua. Esa pequeña porción de vino representa la sangre misma que brotó del cuerpo de Jesús cuando estaba muriendo en nuestro lugar para hacer posible el perdón de nuestros pecados (Efesios 1:7). Este perdón nos libra de la muerte eterna.

La sangre de Cristo no sólo cubre completamente nuestros pecados, sino que también hace posible que se borre nuestra culpabilidad. En Hebreos 9:13-14 se compara el sacrificio de un animal con la sangre de Jesucristo: “Si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?”

La palabra conciencia proviene de la voz latina conscire, que quiere decir “percatarse de la culpabilidad”. Cuando tomamos vino en la ceremonia de la Pascua del nuevo pacto expresamos nuestra fe en que Dios nos ha perdonado realmente, de manera que estamos libres de pecado y de culpa (Juan 3:17-18) y nuestros corazones han sido purificados “de mala conciencia” (Hebreos 10:22). De esta manera, aunque siempre debemos aprender de los errores que hemos cometido, podemos vivir con tranquilidad, sabiendo que “cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo [Dios] alejar de nosotros nuestras rebeliones” (Salmos 103:12).

No obstante, hay quienes se sienten culpables aun después de haberse arrepentido. Es cierto que nuestra conciencia debe acusarnos de inmediato cuando pecamos otra vez, pero no debemos seguir condenándonos por pecados de los que nos hemos arrepentido y que Dios ya ha perdonado. Más bien, debemos tener absoluta confianza en que Dios nos ha liberado de nuestra culpabilidad (1 Juan 1:9; 1 Juan 3:19-20).

Acceso al Padre

Por medio de la sangre derramada de Jesús también tenemos acceso al trono mismo de Dios. Bajo el antiguo pacto, sólo el sumo sacerdote podía entrar en la parte del tabernáculo conocida como el Lugar Santísimo (Hebreos 9:6-10), donde se encontraba el “propiciatorio”, el cual representaba el trono de Dios. En Levítico 16 se describe la ceremonia que cada año se llevaba a cabo durante otra fiesta santa, el Día de Expiación. En esa ocasión el sumo sacerdote tomaba de la sangre de un macho cabrío, que prefiguraba el sacrificio de Jesucristo, y la rociaba sobre el propiciatorio a fin de que, en forma simbólica, los israelitas pudieran ser purificados de todos sus pecados (vv. 15-16).

Debido a que la sangre de Jesucristo quita el pecado, nos purifica ante Dios y podemos tener acceso directo a él (Hebreos 9:24). Jesús, nuestro Sumo Sacerdote, entró en el Lugar Santísimo por su propia sangre (Hebreos 9:11-12). Así que ahora nosotros podemos entrar en el verdadero Lugar Santísimo; podemos acercarnos a Dios con certidumbre y confianza absolutas, sin temor de ser rechazados (Hebreos 10:19-22). Como se nos dice en Hebreos 4:16: “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro”. Sólo por medio de Jesucristo podemos experimentar esta relación tan íntima con nuestro Padre.

Nuestro pacto con Dios

El hecho de que la sangre de Cristo ha sido derramada también significa que él ha celebrado un pacto o convenio. Cuando instituyó el símbolo del vino en la ceremonia de la Pascua, dijo: “Esto es mi sangre del nuevo pacto” (Mateo 26:27-28).

¿Por qué a este vino se le llama la “sangre del nuevo pacto”? En la Epístola a los Hebreos se nos explica que, después de que Dios le propuso a Israel lo que ahora se conoce como el antiguo pacto, el cual el pueblo se comprometió a obedecer, el pacto fue confirmado con la ceremonia del rociado de sangre. Esta fue “la sangre del pacto” (Hebreos 9:18-20; Hebreos 13:20; Éxodo 24:3-8).

Es importante reconocer que cuando llegamos a comprender el significado del sacrificio de Cristo, a arrepentirnos verdaderamente y a ser bautizados para la remisión de nuestros pecados, hacemos un pacto con Dios. Por medio de este pacto, que concertamos con la plena certidumbre de que Dios perdonará nuestros pecados y cumplirá todo lo que ha prometido (Hebreos 6:17-20), él nos otorga su santo Espíritu (Hechos 2:38), que es “el depósito que garantiza nuestra herencia” en el Reino de Dios (Efesios 1:14, Nueva Versión Internacional). El sacrificio de Jesucristo para la remisión de nuestros pecados es el fundamento de este pacto con el Dios del universo. Las condiciones del pacto son absolutas, porque fue sellado con la sangre de Cristo (Hebreos 9:11-12, Hebreos 9:15). Cada año, cuando celebramos la Pascua, reconfirmamos nuestro compromiso de cumplir fielmente este pacto con Dios.

¿En qué consiste el pacto? “Este es el pacto que haré con ellos después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las escribiré . . . Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones” (Hebreos 10:16-17).

El antiguo Israel no tenía el corazón dispuesto para guardar fielmente los mandamientos de Dios (Deuteronomio 5:29), pero en el nuevo pacto Dios escribe sus leyes en nuestros corazones y mentes. Estas leyes no son aquellas de purificación física que formaban parte del sistema de sacrificios y lavamientos en el tabernáculo. Son los preceptos santos y justos que definen la conducta correcta para con Dios y nuestro prójimo (Romanos 7:12) y nos conducen a la vida eterna (Mateo 19:17). El vino de la Pascua es símbolo de este pacto que fue confirmado o ratificado con la sangre de Jesucristo.

Celebrada anualmente por la iglesia apostólica

El Nuevo Testamento nos muestra que los primeros cristianos continuaron celebrando las fiestas bíblicas en sus tiempos, tal como Dios lo había ordenado. Durante su niñez y adolescencia, Jesús celebró la Pascua año con año (Lucas 2:41), y cuando fue adulto continuó haciéndolo junto con sus discípulos. La iglesia también continuó celebrando las fiestas bíblicas en las fechas prescritas. Por ejemplo, en Hechos 2:1 podemos ver que los discípulos de Jesús estaban celebrando la Fiesta de Pentecostés: “Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos”.

En las Escrituras no encontramos nada que indique que la iglesia apostólica haya cambiado las fechas que Dios prescribió para estas fiestas, o que haya agregado alguna fiesta que no esté ordenada en las Escrituras.

La Palabra de Dios especifica que la Pascua debe guardarse una vez al año, y así lo hacía la iglesia apostólica. Siendo una conmemoración de la muerte de Jesús, la Pascua no debe celebrarse cuantas veces alguien quiera hacerlo durante el año; así como las otras fiestas bíblicas, también debe guardarse una vez al año en una fecha específica. La frase “todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa” que se encuentra en 1 Corintios 11:26 sencillamente hace notar que, al celebrar la Pascua cada año en la fecha apropiada, los miembros de la iglesia están proclamando “la muerte del Señor . . . hasta que él venga”. Ni Jesús ni los apóstoles dieron indicación alguna de que debíamos hacer cambios en lo relacionado al tiempo o la frecuencia con que celebramos las fiestas de Dios.

Siguiendo su ejemplo, nosotros ahora debemos guardar la Pascua al principio del día 14 del primer mes (llamado abib o nisán) del calendario hebreo. (Ver el calendario que se encuentra en las páginas 32-33.)

Durante la última Pascua que Jesús celebró con sus discípulos claramente les dio a entender que esta conmemoración continuaría guardándose, aun en el Reino de Dios: “Os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre” (Mateo 26:29).

Guardar la Pascua cada año nos recuerda que Dios es quien perdona nuestros pecados y nos otorgará la vida eterna en su reino por medio de Jesucristo, nuestra Pascua sacrificada por nosotros. Es una conmemoración del papel permanente que nuestro Creador tiene en la salvación de la humanidad.