El Sumo Sacerdote esencial para la salvación

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El Sumo Sacerdote esencial para la salvación

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“Considerad al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús; el cual es fiel al que le constituyó . . . Porque de tanto mayor gloria que Moisés es estimado digno éste, cuanto tiene mayor honra que la casa el que la hizo” (Hebreos 3:1-3).

En este capítulo comenzaremos analizando algunos pasajes en cinco epístolas del Nuevo Testamento que con frecuencia son malentendidos y malinterpretados enormemente. De cuatro de ellas —Gálatas, Romanos, Efesios y Colosenses— se dice explícitamente que fueron escritas por el apóstol Pablo. La otra, Hebreos, tradicionalmente también se ha atribuido a él, lo cual es probable. Aunque con frecuencia se malinterpretan diferentes secciones de la Biblia, ciertos pasajes de las cartas de Pablo casi siempre son tergiversados (ver 2 Pedro 3:15-16), especialmente los relativos al nuevo pacto y a la ley de Dios.

Comenzaremos en Hebreos, que establece un contraste entre el papel de Jesucristo como mediador del nuevo pacto y el papel de Moisés como mediador del antiguo pacto o el pacto del Sinaí.

Moisés fue el gigante histórico del judaísmo del primer siglo. Cuando los primeros cristianos reconocieron a Jesucristo, el mediador del nuevo pacto, como el Mesías y un profeta más grande que Moisés, la mayoría de los judíos —especialmente los dirigentes religiosos— se sintieron muy ofendidos. No quisieron aceptar a Jesús como su Sumo Sacerdote o como un profeta mayor que Moisés.

Las implicaciones de este problema se aclararon en la Epístola a los Hebreos. Se escribió con el fin de explicar la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre el sacerdocio levítico en el pacto del Sinaí y para comprobar con las Escrituras que Jesucristo era un profeta más grande que Moisés.

En este contexto, Hebreos explica las diferencias entre el pacto del Sinaí y el nuevo pacto, y el papel de la ley de Dios en cada uno.

El sacerdocio superior de Cristo

Como Moisés era una figura tan predominante en el judaísmo del primer siglo, muchos judíos rechazaron cualquier posibilidad de que Jesús fuera el “profeta” que Moisés había predicho en Deuteronomio 18:15. Los judíos del primer siglo deseaban ansiosamente que ese profeta apareciera durante su vida (comparar Marcos 6:14-16; Juan 1:21, Juan 1:25; Juan 7:40). Pero esperaban que viniera como un gran dirigente militar que organizara un ejército judío para liberarlos de la ocupación romana.

Según la perspectiva que tenían de sí mismos, ellos eran las víctimas justas de Dios que merecían la libertad, no que eran pecadores que necesitaban su perdón. Esperaban a un rey conquistador, no un Salvador que resolviera el problema del pecado al morir por ellos. En consecuencia, el Mesías que moriría por sus pecados en lugar de conducir una insurrección contra los ejércitos romanos para restablecer el trono de David, era para ellos un “tropezadero” (1 Corintios 1:23).

La Epístola a los Hebreos fue escrita para refutar su razonamiento erróneo y probar sistemáticamente con las Escrituras lo que se había profetizado realmente acerca del Mesías, lo que sería y haría en su primera venida.

El autor de Hebreos, probablemente Pablo, utiliza las Escrituras del Antiguo Testamento para comprobar que Jesucristo era en realidad el Mesías profetizado, de quien se había dicho explícitamente que sería un profeta superior tanto a Moisés como a Aarón. Las Escrituras también decían que él sería declarado el nuevo y muy superior Sumo Sacerdote.

Por lo tanto, es necesario tener un entendimiento claro del razonamiento y el contenido de Hebreos para poder apreciar cómo Dios planeó por anticipado la misión y la obra de Jesucristo, nuestro gran Sumo Sacerdote, especialmente lo concerniente a su primera venida.

Hijo de David e Hijo de Dios

En el primer capítulo de Hebreos el autor cita específicamente ciertos pasajes de la Escritura que comprueban que el Mesías profetizado vendría no sólo como el hijo de David sino también como el Hijo de Dios (v. 2), aun siendo “la imagen misma” de Dios (v. 3). Además, “heredó más excelente nombre” incluso que los ángeles (v. 4). El tema del sacerdocio superior de Jesucristo, como el Mesías, continúa en todo el libro de Hebreos.

Debido a que el reinado del Mesías sobre la nación de Israel había sido un hecho tan anhelado por los judíos, el autor de Hebreos procede entonces a citar algunos salmos para probar que Dios pretendía mantener su promesa de nuevamente poner un hijo de David sobre el trono de Israel. Pero aquel que iba a tomar ese trono no sólo sería hijo de David, sino además Hijo de Dios. En Hebreos 1:8 se cita un pasaje del libro de los Salmos para mostrar que Dios establecería el “trono” de su “Hijo” sobre el “reino” que le había prometido.

El pasaje citado promete: “Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre; cetro de justicia es el cetro de tu reino. Has amado la justicia y aborrecido la maldad; por tanto, te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros [los profetas que le precedieron]” (Salmos 45:6-7).

Las palabras “te ungió” sugieren una referencia a la palabra hebrea para Mesías, que significa el Ungido. El equivalente griego es Cristos.

En Hebreos 2:5 el autor continúa mostrando que el Mesías será el gobernante divino en “el mundo venidero”, y no sobre los reinos de esta era. Jesús, por supuesto, ya ha sido hecho la Cabeza de su verdadera iglesia, que es el Cuerpo de Cristo (Efesios 1:22-23).

En cuanto al alcance del reinado de Cristo, el autor de Hebreos dice lo siguiente: “Todo lo sujetaste bajo sus pies. Porque en cuanto le sujetó todas las cosas, nada dejó que no sea sujeto a él; pero todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas. Pero vemos a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y de honra, a causa del padecimiento de la muerte, para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos” (Hebreos 2:8-9).

La máxima prioridad de Dios con el Mesías era proveer a toda la humanidad de un Salvador y abrir la puerta de la justificación y salvación para todos los que se arrepintieran. Jesús, el Mesías profetizado, tenía primero que cumplir la misión de ese Salvador: predicar la necesidad del arrepentimiento y luego llevar sobre sí mismo la pena de muerte por los pecados que todos merecemos. Por lo tanto, no estaba profetizado que su reino fuera a establecerse en su primera venida, pero será establecido cuando regrese.

En el capítulo 3 el autor establece directamente su punto principal: Moisés y Jesús fueron fieles a Dios, pero Jesús era mayor que Moisés (vv. 1-3). En la casa de Dios, Moisés fue un siervo fiel (vv. 4-5). “Cristo, en cambio, es fiel como Hijo al frente de la casa de Dios. Y esa casa somos nosotros, con tal que mantengamos nuestra confianza y la esperanza que nos enorgullece” (v. 6, NVI). En otras palabras, la posición de Cristo en la familia de Dios es superior a la de Moisés y a la de todos los demás hijos de Dios que lleguen a formar parte de su familia eterna.

Para los judíos, el templo era la casa de Dios. Antes de su destrucción en el año 70 d.C., el judaísmo era una religión basada en el templo. Casi toda su adoración a Dios giraba en torno a ese edificio. Pero después de la destrucción del templo el judaísmo se transformó, por necesidad, en una religión descentralizada, basada en la sinagoga. Sus sacerdotes ya no tenían tareas que pudieran realizar.

Por otra parte, los cristianos todavía tenían “un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios” (Hebreos 4:14). Pero su elevada posición de Sumo Sacerdote no implica que no pueda entender lo que tenemos que pasar como seres humanos. Habiendo sido humano, no es “un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (v. 15).

Una razón fundamental para el nombramiento de Jesucristo como Sumo Sacerdote era asegurar la solución del problema del pecado y tener un Sumo Sacerdote que pudiera brindar ayuda a cada persona que se arrodillara en oración delante del trono de Dios clamando por ayuda. Y en Cristo tenemos a alguien que es tanto inmortal y omnipotente, como alguien que ha experimentado la vida de un ser humano.

En Hebreos 5 se hace énfasis en que el cambio en el sacerdocio fue instituido por designación directa de Dios el Padre. “Así tampoco Cristo se glorificó a sí mismo haciéndose sumo sacerdote, sino el que le dijo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy [citado de Salmos 2:7]. Como también dice en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec [citado de Salmos 110:4]” (Hebreos 5:5-6).

El Sumo Sacerdote perfecto

Luego, en el libro de Hebreos se compara el ejemplo de perfecta obediencia de Jesucristo con la obediencia que él espera de sus seguidores. “Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen” (Hebreos 5:8-9).

Jesús obedeció los escritos del Antiguo Testamento y les ordenó a sus discípulos que siguieran su ejemplo y enseñaran la misma obediencia a otros (Mateo 28:19-20).

Después, el autor de Hebreos reprende a aquellos cristianos que no han sabido desarrollar la capacidad de aplicar correctamente las Escrituras en sus propias vidas: “Porque debiendo ser ya maestros, después de tanto tiempo, tenéis necesidad de que se os vuelva a enseñar cuáles son los primeros rudimentos de las palabras de Dios [consignadas en las Escrituras hebreas]; y habéis llegado a ser tales que tenéis necesidad de leche, y no de alimento sólido. Y todo aquel que participa de la leche es inexperto en la palabra de justicia, porque es niño” (Hebreos 5:12-13).

Luego, en Hebreos 6:1 continúa con su discurso: “Por tanto, dejando ya los rudimentos de la doctrina de Cristo, vamos adelante a la perfección . . .”. En los versículos siguientes se mencionan los principios en los cuales debe estar fundamentada la meta de la perfección espiritual y la perseverancia diligente que se necesita para alcanzar este cometido.

En el capítulo 7 el autor regresa nuevamente al sacerdocio de Cristo. Explica que hay un precedente, un modelo anterior, para que Jesucristo reciba el oficio de Sumo Sacerdote. La Escritura explícitamente profetiza que él se convertiría en el Sumo Sacerdote “según el orden de Melquisedec” y no “según el orden de Aarón” (v. 11).

Melquisedec fue un sacerdote de Dios cientos de años antes de que fuera establecido el sacerdocio levítico (ver Génesis 14:18-19). Después de recibir el diezmo (una décima parte) del botín recuperado por Abraham después de una batalla, Melquisedec bendijo a Abraham. Este acto de bendecir a Abraham confirmó que Melquisedec era más grande que Abraham.

Uno sólo puede ser “bendecido” de esta manera por alguien más grande que uno mismo. Por lo tanto, esto confirma que Jesús, al tener el mismo rango que Melquisedec, es superior a Abraham y superior a los sacerdotes levitas que descendían de Abraham. Esto ratifica que Jesucristo, cuyo nacimiento no fue de la tribu del sacerdocio (la de Leví), es sin ninguna duda nuestro nuevo Sumo Sacerdote con toda legitimidad según las Escrituras.

Un nuevo sacerdote requiere cambios en la ley

Esto nos trae al punto más crucial de la Epístola a los Hebreos. “Porque cambiado el sacerdocio, necesario es que haya también cambio de ley” (Hebreos 7:12). En los capítulos 8-10 el autor explica que la transferencia al sacerdocio de Jesucristo es la razón principal por la que se hicieron necesarias ciertas modificaciones en la ley.

En este punto es vital que entendamos que el hacer enmiendas en ciertas partes de un cuerpo estructurado de leyes no elimina todo el cuerpo de la ley, sino que sólo modifica ciertas partes de él. Entender esto es algo esencial si es que queremos entender correctamente cómo, por qué y de qué manera podría ser modificada la ley que empezó ser escrita en un libro en el monte Sinaí.

Primero debemos entender la razón de estas modificaciones. La razón está explicada claramente. “Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre” (Hebreos 8:1-2).

El cambio en la ley se hizo necesario debido al nombramiento de un Sumo Sacerdote nuevo y permanente, y para tomar en cuenta un concepto nuevo y más acertado del templo en el cual Dios iba a estar activamente presente por medio del don del Espíritu Santo.

Con Jesucristo reemplazando el sumo sacerdote levítico, la iglesia que edificó iba a ser más importante que el templo físico. Pablo lo explicó de esta manera: “Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (Efesios 2:19-22).

Una nueva relación, un nuevo énfasis

Con estos cambios Dios elevó las expectativas que tenía de su pueblo. El pacto del Sinaí no produjo una justicia duradera. Sus sacerdotes sólo pudieron cumplir en forma simbólica con el papel que Jesucristo desempeña cabalmente en el nuevo pacto. Así que algunos cambios de la ley eran esenciales para respaldar esta relación nueva y mejor. Este nuevo énfasis consistía en cambiar los corazones y las mentes de las personas en lugar de perpetuar una variedad de ceremonias y ritos simbólicos (Hebreos 8:10).

El tabernáculo físico con su sistema ceremonial y figurado de adoración era sólo una medida temporal. Su valor era simbólico porque indicaba figurativamente lo que Dios tenía en mente, a una escala mucho más grande, para el futuro. Los servicios eran sólo “símbolo para el tiempo presente, según el cual se presentan ofrendas y sacrificios que no pueden hacer perfecto, en cuanto a la conciencia, al que practica ese culto” (Hebreos 9:9).

Ninguno de los aspectos ceremoniales del pacto del Sinaí podía definir la justicia en cuanto a los corazones, mentes y acciones de las personas. Esos servicios rituales sólo podían recordar a los israelitas la falta en que habían incurrido por quebrantar las leyes espirituales que definen el pecado. Consistían sólo de “comidas y bebidas, de diversas abluciones, y ordenanzas acerca de la carne, impuestas hasta el tiempo de reformar las cosas” (v. 10).

Ese “tiempo de reformar las cosas” comenzó con la primera aparición de Jesucristo como el Mesías. Refiriéndose al sistema de adoración ritualista que aún estaba vigente en esa época, el libro de Hebreos explica que “la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se acercan” (Hebreos 10:1).

El uso de la palabra sombra para describir ese sistema ritual es útil para entender lo que el autor de Hebreos nos dice con respecto al sistema ceremonial de sacrificios. Así como cuando se nos aproxima una sombra ésta nos revela la forma y la apariencia de lo que viene, así sucedió con el sistema ritual del pacto del Sinaí. Reveló sólo una representación parcial del papel de Jesucristo como la gran ofrenda y sacrificio por los pecados de la humanidad y su posterior papel como nuestro Sumo Sacerdote.

Los sacrificios en el tabernáculo y en el templo que prefiguraban el papel de Cristo fueron el meollo del sistema de adoración del antiguo pacto. Pero según el autor de Hebreos, el valor de esos sacrificios sólo era simbólico. “De otra manera cesarían de ofrecerse, pues los que tributan este culto, limpios una vez, no tendrían ya más conciencia de pecado. Pero en estos sacrificios cada año se hace memoria de los pecados; porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados” (vv. 2-4).

Es de vital importancia entender que el autor de Hebreos, muy probablemente Pablo, limita deliberadamente la discusión acerca de los cambios en la ley a sus aspectos temporales y ceremoniales. Nunca sugiere que alguna ley de Dios que define la justicia o el pecado haya terminado. Por el contrario, Pablo escribe en Romanos 3:20 que “por medio de la ley es el conocimiento del pecado”. La ley de Dios es lo que define el pecado (1 Juan 3:4). Siempre ha sido así y siempre lo será.

En la Epístola a los Hebreos se explica: “Porque si pecáremos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio por los pecados, sino una horrenda expectación de juicio, y de hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios” (Hebreos 10:26-27). Cualquiera que quiera acogerse al sacrificio de Cristo para el perdón de sus pecados, no puede seguir pecando deliberadamente y ser aceptado por Dios.

Según lo que se menciona en Hebreos, entre las regulaciones que han cambiado no están incluidas las leyes que definen el pecado. En vez de esto, el autor insiste en que habrá un día de juicio y castigo como parte del plan de Dios para aquellos que rehúsen dejar de pecar. Él aun define a aquellos que pecan deliberada y voluntariamente, o que libremente escogen seguir pecando, como adversarios de Dios.

Fe para obedecer

Comenzando en Hebreos 10:35-36 el autor busca reafirmar la confianza de los lectores para hacer “la voluntad de Dios”. El capítulo 11 nos da ejemplos de hombres y mujeres en el Antiguo Testamento que tuvieron la fe para hacer lo que Dios les había dicho, a pesar de afrontar circunstancias difíciles. Los presenta como personas cuyo ejemplo debemos seguir. Ellos obedecieron a Dios bajo gran presión, y nosotros debemos hacer lo mismo.

“Por tanto —prosigue el autor—, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos [los obedientes siervos de Dios mencionados en el Antiguo Testamento], despojémonos . . . del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante” (Hebreos 12:1).

La Epístola a los Hebreos amonesta y exhorta claramente a los cristianos fieles a seguir el ejemplo de los siervos de Dios en el Antiguo Testamento, aquellos que por su fe rehusaron pecar, aun con el riesgo de perder sus vidas. Tener esta fe es tener el valor de hacer lo que Dios nos ordena, sin importar el peligro o la dificultad que por eso tengamos que afrontar. Es una fe activa y viviente la que se necesita para obedecer a Dios, no una fe muerta o latente sin convicción ni valor para hacer su voluntad.

Santiago lo explica muy claramente: “Pero alguno dirá: Tú tienes fe, y yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras. Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan. ¿Mas quieres saber, hombre vano, que la fe sin obras es muerta? ¿No fue justificado por las obras Abraham nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras?” (Santiago 2:18-22).

Sólo si tenemos acceso continuo a un Sumo Sacerdote vivo, permanente, podremos obedecer a Dios de la forma en que le agrada. Hebreos 4:14-16 lo resume de esta manera: “Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente, al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro”.