Circuncisión frente a una 'nueva creación' en Cristo

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Circuncisión frente a una 'nueva creación' en Cristo

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“Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación” (Gálatas 6:15).

La práctica judía de requerirles a los gentiles (no judíos) la circuncisión para que fueran aceptados en su comunidad, amenazó seriamente la unidad de la iglesia primitiva. Los apóstoles convocaron una conferencia especial en Jerusalén para tratar este asunto desde una perspectiva correcta y así evitar que la doctrina de la justificación por la fe en y de Cristo fuera desvirtuada.

En una carta enviada a las congregaciones gentiles al fin de la conferencia, los apóstoles confirmaron el acuerdo que habían alcanzado en este asunto. Explicaron: “Por cuanto hemos oído que algunos que han salido de nosotros, a los cuales no dimos orden, os han inquietado con palabras, perturbando vuestras almas . . .” (Hechos 15:24).

Aquellos que estaban perturbando las iglesias en Antioquía y otros lugares trataban de persuadir a los cristianos gentiles diciéndoles: “Si no os circuncidáis conforme al rito de Moisés, no podéis ser salvos” (v. 1).

El Nuevo Testamento nos habla acerca de la circuncisión del corazón. Pero aun Moisés había profetizado hacía mucho tiempo: “Y circuncidará el Eterno tu Dios tu corazón, y el corazón de tu descendencia, para que ames al Eterno tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, a fin de que vivas” (Deuteronomio 30:6).

Pablo también confirma esto al escribir que “es judío el que lo es en lo interior, y la circuncisión es la del corazón, en espíritu, no en letra; la alabanza del cual no viene de los hombres, sino de Dios” (Romanos 2:29). Esto significa que los verdaderos judíos —los cristianos verdaderos— son aquellos que están circuncidados espiritualmente, y que por medio de su Espíritu están resistiendo, suprimiendo y sometiendo en obediencia a Dios ese espíritu de rebelión de la mente humana.

Entre aquellos que insistían en que era necesario que los gentiles guardaran los aspectos exteriores simbólicos de la ley, había muchos motivados por sus deseos de estar en armonía con la comunidad judía no cristiana. Pero como lo explicamos en el capítulo ii, estos aspectos de la ley ya no se requieren. En la Epístola a los Hebreos esto se explica detalladamente. Pero esta epístola aún no había sido escrita cuando surgió el asunto de la circuncisión de los gentiles que provocó la crisis en Galacia.

Pablo enfatizó la importancia de la muerte de Cristo

Al hablar de este asunto, Pablo explicó a los gálatas: “Todos los que quieren agradar en la carne, éstos os obligan a que os circuncidéis, solamente para no padecer persecución a causa de la cruz de Cristo” (Gálatas 6:12).

En la iglesia primitiva del Nuevo Testamento ciertos falsos maestros trataron de persuadir a los gentiles convertidos de que no podían ser justificados (es decir, obtener el perdón de sus pecados) simplemente al arrepentirse, creer en el evangelio y recibir el sacrificio de Jesucristo para perdón de los pecados.

En lugar de ello, estaban enseñando que la justificación sólo era posible si ellos estaban físicamente circuncidados y se sometían a otras leyes temporales que fueron dadas en el monte Sinaí. Los apóstoles rechazaron este argumento de una forma categórica. Pablo contendió ardientemente en contra de esto en su carta a los gálatas.

Los cristianos gentiles de la provincia de Galacia estaban siendo presionados a aceptar la circuncisión para que las barreras del compañerismo entre ellos y los judíos pudieran ser borradas. Los judíos limitaban su interacción con los gentiles principalmente a los negocios. Estaba prohibido comer con ellos en la misma mesa. Aun Pedro al comienzo vaciló y no quiso ir en contra de ese tabú (Hechos 10:25-29).

Quienes estaban inquietando a los gálatas argumentaban que la circuncisión era fundamental para ser totalmente aceptado entre el pueblo de Dios (los judíos). La circuncisión hubiera abierto la puerta para que los gentiles tuvieran compañerismo con toda la comunidad judía. También hubiera quitado mucha tensión entre los cristianos y los judíos no creyentes.

Pero el tratar de resolver este asunto con la circuncisión amenazó con crear un asunto mucho más serio de identidad. La circuncisión física sólo identificaba a los judíos como los descendientes naturales de Abraham. Pero Dios estaba ofreciendo a los judíos y gentiles por igual, tanto la justificación como la salvación como sus hijos por medio de Jesucristo, no por medio de la circuncisión en la carne. Se había hecho muy necesario proteger la percepción correcta que tenían de su identidad como hijos justificados de Dios.

Por lo tanto, el propósito de la carta que Pablo les escribió a los gálatas era dejar en claro que al convertirse en los descendientes adoptados de Judá (el bisnieto de Abraham, de quien se deriva el término de judío), la circuncisión no les ofrecía nada a los gentiles en cuanto a la salvación se refiere. De hecho, aun los judíos circuncidados tenían que ser justificados por medio de la sangre de Cristo y después vivir una vida guiada por el Espíritu.

Sin embargo, muchos de los cristianos gentiles en Galacia estaban impresionados (o intimidados) por el argumento acerca de la circuncisión. Veían en esto una forma razonable de cambiar su ambigua identidad social de no ser ni idólatras ni judíos.

Dios inspiró a Pablo para que viera todo el cuadro de manera diferente. Lo que los gentiles gálatas estaban siendo presionados a aceptar hubiera cambiado por completo su percepción de cuán importante era el sacrificio de Cristo para ellos. Se vería oscurecido su entendimiento acerca de que la justificación proviene de la gracia de Dios por medio de la fe en la sangre derramada de Cristo y la fiel obediencia que se da cuando Cristo mora en nosotros por medio del Espíritu Santo.

Pablo percibía que este cambio hubiera presentado tácitamente a la circuncisión y la obediencia diligente a la ley como la forma de obtener la vida eterna. Esto amenazaba con socavar su fe en Cristo como su Salvador y Redentor. Podría oscurecer el hecho de que mediante la justificación por la fe, ellos ya habían obtenido una identidad mejor como hijos de Dios y herederos de la promesa hecha directamente a Abraham, de la que hubieran podido obtener por medio de la circuncisión física.

El meollo del asunto era que ellos no necesitaban ser adoptados como judíos para poder convertirse en “hijos de Dios” (Gálatas 3:26) y recibir la vida eterna.

La justificación no es “por la ley”

Pablo respondió: “No tengo por inútil la gracia de Dios, pues si por la ley se obtuviera la justificación, entonces hubiese muerto Cristo en vano” (Gálatas 2:21, Biblia de Jerusalén). Creer que se pudiera obtener la justificación por medio de la obediencia a los aspectos físicos de la ley (entre ellos la circuncisión) hubiera implicado que la fe en y de Cristo como nuestro Redentor y Salvador es innecesaria o insuficiente.

De hecho, esto hubiera llevado la justificación del terreno de la fe al terreno de la deuda legal, algo que se podía ganar por medio del esfuerzo natural diligente en la obediencia. Se hubiera pasado por alto el hecho de que las Escrituras declaran que toda la humanidad está “bajo pecado, para que la promesa que es por la fe en Jesucristo fuese dada a los creyentes” (Gálatas 3:22).

Después de haber pecado, la atención más diligente y cuidadosa a la observancia de la ley —cualquier ley— que uno pudiera prestar, nunca podría lograr que nos ganáramos el perdón.

El milagro de una “nueva creación”

Debemos, como Pablo, hacer énfasis en que el nuevo pacto tiene que ver con la circuncisión del corazón, a fin de convertirnos en una “nueva creación” en Cristo. Es el milagro de que Dios escriba su ley en nuestros corazones y mentes por medio del don del Espíritu Santo, no por medio de la circuncisión física.

¿Cómo recibimos entonces el Espíritu Santo? Esto quedó claro al comienzo de la iglesia, en el día en que el Espíritu Santo fue dado por primera vez a los discípulos. “Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hechos 2:38).

¡Ninguna clase de obras puede ganarnos la remisión de nuestros pecados o el don del Espíritu Santo! Aunque condicionados al arrepentimiento y a la fe, ambos sin embargo son dádivas de misericordia como resultado del sacrificio de Cristo por nosotros.

Por lo tanto, Pablo va directamente al meollo del asunto: “¡Oh gálatas insensatos! ¿quién os fascinó para no obedecer a la verdad, a vosotros ante cuyos ojos Jesucristo fue ya presentado claramente entre vosotros como crucificado? Esto solo quiero saber de vosotros: ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el oír con fe? ¿Tan necios sois? ¿Habiendo comenzado por el Espíritu, ahora vais a acabar por la carne [es decir, circuncisión]?” (Gálatas 3:1-2).

El aceptar la necesidad de la circuncisión física, y posiblemente otras obras ceremoniales de la ley, hubiera sido una negación tácita de que la justificación por medio de Cristo era suficiente. Se hubieran sustituido “las obras [físicas] de la ley” por su sacrificio y ayuda.

La ley no era el asunto que se debatía

El tema no era saber si la ley de Dios era buena o mala. Era si guardar la ley puede hacer que nos ganemos el perdón de los pecados y la vida eterna, y si los esfuerzos humanos pueden alcanzar los requisitos que Dios tiene de una obediencia verdadera. Pablo explicó que por “las obras de la ley” nadie se gana nada en cuanto a la justificación. La sola idea de que uno puede ganarse el perdón personal y la salvación es algo totalmente absurdo.

La ley define el pecado y fija la pena por él. Esto nunca ha cambiado. Pero la ley no puede perdonar el pecado. No provee ninguna forma de comprar o recuperar la inocencia después de haber cometido pecado.

Así que Pablo explica que una vez que hemos cometido la transgresión, es inútil buscar el perdón y la justificación por medio de “las obras de la ley”, porque “todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición, pues escrito está: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas” (Gálatas 3:10).

Notemos que la maldición —la pena de muerte— está sobre aquellos que no cumplen todo lo de la ley. La ley en sí misma no es la maldición. La ley impone la pena de muerte para todos aquellos que desobedecen, no para alguien que siempre ha obedecido, ¡como lo fue Jesucristo! La maldición (muerte), no recae sobre alguien que guarda la ley, sino sobre aquel que la transgrede. (No deje de leer el recuadro de la página 59: “La maldición de la ley”.)

La culpa espiritual y la pena de muerte que pesaban sobre toda la humanidad fueron llevadas por nuestro Salvador Jesucristo. Su sacrificio permite que nuestros pecados sean perdonados y seamos justificados. El perdón no viene como resultado de ninguna obra que hagamos nosotros, porque Jesús, el único que nunca pecó, llevó esa “maldición” de la muerte que nos ganamos por nuestros pecados. A menos que nos arrepintamos —dejemos de pecar (Juan 8:11)— todos pereceremos (Lucas 13:3, Lucas 13:5).

Somos crucificados con Cristo

Pablo explica que si nos arrepentimos con fe en que Cristo murió en nuestro lugar, debemos considerarnos como “crucificados” con él. “Porque yo por la ley soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios. Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:19-20).

El hecho de que Jesucristo tuviera que pagar la pena de muerte que la ley impone por las transgresiones, demuestra que Dios todavía considera que su ley está vigente. Sus requisitos tienen que cumplirse.

Jesús cumplió los requisitos punitivos de la ley en lugar nuestro para que la gracia de Dios pudiera estar disponible para nosotros. Por lo tanto, continúa Pablo: “No desecho la gracia de Dios; pues si por la ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo” (v. 21).

La conclusión de Pablo estaba basada en estas verdades esenciales: Una vez que se incurre en la pena de muerte, la ley no puede liberar a aquellos que son culpables y merecen este castigo. Por lo tanto, en su crucifixión Jesús sufrió la pena de muerte por nuestras transgresiones.

Cuando reconocemos por medio del arrepentimiento que hemos pecado, si tenemos fe en que la muerte de Cristo fue el pago legal de esa pena de muerte que merecemos y nos comprometemos a obedecerlo con su ayuda, entonces Dios considera que hemos “muerto para la ley” y, por lo tanto, hemos sido reconciliados con él.

A fin de que seamos considerados muertos para la ley, ésta todavía tiene que estar vigente. La justificación no tendría ningún sentido si la ley no existiera para ser transgredida.

Sólo cuando la pena de muerte ha sido pagada podemos convertirnos en “hijos de Dios” y “coherederos con Cristo” de la promesa eterna hecha a Abraham (Romanos 8:16-17).

La circuncisión era tan sólo un símbolo físico que identificaba a los descendientes de Abraham según la carne. Aunque tenía un valor simbólico para el pueblo de Israel, no provee ninguna justificación y no tiene ningún valor en cuanto a la cancelación de la culpa por el pecado.

Por lo tanto, la atracción que algunos gálatas sentían por el ofrecimiento de la circuncisión como forma de resolver el problema de su relación con la comunidad judía —especialmente para “no padecer persecución a causa de la cruz de Cristo” (Gálatas 6:12)— amenazaba con deshacer su relación con Dios.

Estaba desviándolos en cuanto a lo que era verdaderamente importante para ser aceptados como el pueblo santo de Dios. Esa aceptación no puede ganarse por ninguna de “las obras de la ley”, y definitivamente no por la circuncisión.

El contexto social de Gálatas 3

Algo del razonamiento de Pablo en el capítulo 3 de Gálatas está estrechamente ligado a la analogía que hace en el capítulo 4.

Un hijo menor de edad de un terrateniente romano no era reconocido como su heredero oficial en tanto que el dueño legal no reconociera, más adelante en su vida, el parentesco que existía entre los dos. La condición de un hijo menor en una familia común y corriente no difería mucho de la de un esclavo de confianza.

El niño probablemente fuera tratado muy bien, pero tenía pocos derechos desde el punto de vista legal. Un tutor (con frecuencia un esclavo adulto) se encargaba de guiarlo y enseñarle la autodisciplina. El tutor también lo cuidaba a medida que iba a los lugares donde recibía una educación más formal.

Pablo compara la condición de un niño menor en una familia a la de un esclavo (Gálatas 4:1). Su condición legal en cuanto a la herencia de la familia sería determinada más tarde.

Desde el punto de vista físico, el pueblo de Israel era descendiente de Abraham y heredero en potencia de la promesa que Dios le había hecho a él. Pero sus transgresiones los habían hecho esclavos del pecado. Por ello, merecían la pena de muerte, con lo cual no podían reclamar la herencia que Dios le había prometido a Abraham por medio de su simiente santa, Jesucristo.

Ellos necesitaban alguna manera de ser perdonados: ser justificados y permanecer así. Durante un período limitado —hasta que Cristo naciera y ofreciera su vida por los pecados de ellos (y por los de toda la humanidad)— les fue asignado un tutor temporal. Ese tutor —los ritos, ceremonias y sacrificios— simbolizaba a Jesucristo.

Para ellos o para cualquiera que quisiera recibir la vida eterna, era absolutamente necesario que se convirtieran en “hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gálatas 3:26). Esto era posible por medio de lo que las Escrituras llaman justificación: ser reconciliados con Dios por medio del lavamiento del pasado injusto y recibir la ayuda espiritual que se necesita para obedecer de todo corazón. Este es el enfoque central que Pablo tiene en la Epístola a los Gálatas.

Las leyes temporales, el tutor de Israel

Cuando Dios estableció el pueblo de Israel como nación, no los liberó inmediatamente de la esclavitud del pecado. Los puso bajo un “tutor” que los guardara de abandonar totalmente la esperanza en la redención futura prometida a Abraham y a sus descendientes.

Por lo tanto, Pablo empieza comparando la ley levítica, con todas sus ceremonias, ritos y sacrificios basados en el templo (que ellos habían comenzado a recibir en el monte Sinaí y que incluía la circuncisión), con la promesa que le había sido dada a Abraham. Ese sistema legal se convirtió en su curador, muy similar al tutor que mencionamos anteriormente y que cuidaba al hijo del terrateniente.

Por ejemplo, en Hebreos 10:1 se nos habla de la “ley” que ya no es necesaria: “Porque la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se acercan”.

Si bien es cierto que el término general de “la ley” es el que se utiliza en este versículo, el contexto muestra claramente que está haciendo referencia tan sólo a una categoría específica de la ley: la de los sacrificios.

El propósito fundamental de la Epístola a los Gálatas es explicar que la justificación, estar bien con Dios, no es algo que se obtenga por medio del esfuerzo humano únicamente. Las obras de la ley —cualquier ley, ya sea del hombre o de Dios— no puede salvarnos. Sólo el sacrificio de Jesucristo puede perdonar nuestros pecados y justificarnos. Sólo Cristo viviendo en nosotros por medio del Espíritu Santo puede mantenernos bien con Dios.

El libro de Hebreos nos da la misma explicación: “Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo? Así que, por eso es mediador de un nuevo pacto, para que interviniendo muerte para la remisión de las transgresiones que había bajo el primer pacto, los llamados reciban la promesa de la herencia eterna” (Hebreos 9:13-15).

Los sacrificios sólo podían ofrecer purificación en un sentido físico y comunitario. No podían perdonar los pecados desde el punto de vista espiritual. La verdadera redención espiritual y el perdón de los pecados sólo puede venir por medio del sacrificio de Jesucristo. El hecho de que los sacrificios de animales ya no se necesiten, no tiene nada que ver con las leyes espirituales fundamentales de Dios, que todavía son necesarias y están vigentes.

Como se afirma en Hebreos 8:7-10: “Porque si aquel primero [el pacto del Sinaí] hubiera sido sin defecto, ciertamente no se hubiera procurado lugar para el segundo. Porque reprendiéndolos dice: He aquí vienen días, dice el Señor, en que estableceré con la casa de Israel y la casa de Judá un nuevo pacto; no como el pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos no permanecieron en mi pacto, y yo me desentendí de ellos, dice el Señor. Por lo cual, este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré; y seré a ellos por Dios, y ellos me serán a mí por pueblo”.

Bajo el antiguo pacto Dios proclamó el castigo por la desobediencia. Y les dio recordatorios simbólicos que les decían que necesitaban un sacrificio (Jesucristo) para que sus pecados fueran perdonados.

¿Qué estaba incluido en la “ley de Dios”?

En Gálatas 5:3 Pablo se refiere a “toda la ley”. No estaba limitada exclusivamente a los principios espirituales que definen el pecado.

Hay tres categorías principales de leyes que fueron codificadas para Israel en el Sinaí. Cada categoría cumple con un objetivo diferente.

Primero, la ley abarca los Diez Mandamientos y muchos otros mandamientos, preceptos, estatutos y juicios que hacen diferencia permanente entre la justicia y el pecado. Estas leyes reflejan la naturaleza divina de Dios, de preocupación amorosa por los demás (comparar 2 Pedro 1:4; Mateo 22:37-40). Los principios fundamentales eran bien conocidos por los siervos de Dios mucho antes de Moisés. (No deje de leer el recuadro de la página 22: “¿Existían los Diez Mandamientos antes de Moisés?”)

Esta categoría de la ley no era algo temporal. No se originó en el monte Sinaí y no terminó con el sacrificio de Jesucristo. Las leyes en esta categoría, incluidos los Diez Mandamientos y otras regulaciones de la vida espiritual diaria, son algo “santo, justo y bueno”, y Pablo dijo que con la mente las servía (Romanos 7:12, Romanos 7:14, Romanos 7:25).

Segundo, dentro de “toda la ley” estaban incluidas ciertas regulaciones simbólicas que señalaban hacia el papel que Cristo desempeñaba para resolver el problema que la humanidad tenía con el pecado. Esos sacrificios físicos, ofrendas y ceremonias cumplían una necesidad temporal, ¡y lo hicieron de una manera excelente! Sin embargo, ya no es necesario seguir guardándolas. Hebreos 9:9-10 lo explica muy claramente. Jesús se convirtió en el sacrificio por el pecado que todas ellas representaban.

Tercero, la ley tenía reglamentos que permitían la administración del gobierno en la antigua Israel. Las ordenanzas que establecían castigos por transgresiones específicas encajan dentro de esta categoría. Tales ordenanzas nacionales, aunque fueron dadas a un pueblo que no había recibido el Espíritu Santo, siguen siendo todavía excelentes ejemplos de juicio correcto y equilibrado según Dios.

Pablo le explicó a Timoteo: “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16-17). Estos escritos antiguos están llenos de principios y ejemplos que explican e ilustran una conducta justa. Esta es una de las razones por las que Jesús dijo: “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra de Dios” (Lucas 4:4).

El propósito del pacto del Sinaí

Pablo quería que los gálatas comprendieran uno de los propósitos fundamentales del pacto del Sinaí, especialmente lo concerniente al cuerpo de leyes temporales que fue dado con él. Este propósito era el de preparar al pueblo de Israel para un arrepentimiento verdadero y la justificación por medio de Cristo más adelante.

Por lo tanto, muchos símbolos temporales les fueron dados por medio de Moisés. Mediante esos símbolos se hacía “memoria” de la culpa y la necesidad de redención, porque no podían “quitar los pecados” (Hebreos 10:1-4).

Ese sistema mantenía a los israelitas constantemente conscientes de su necesidad de un Redentor. En los escritos de los profetas posteriores Dios reveló mucha más información acerca de ese Redentor.

Esos aspectos simbólicos y temporales de la ley eran necesarios mientras durara el pacto del Sinaí. Pero al venir el Redentor, quien es el Salvador y el Sumo Sacerdote de todos los que ha redimido, ya no eran necesarios. “Porque cambiado el sacerdocio, necesario es que haya también cambio de ley” (Hebreos 7:12).

El cambio parcial de la ley (no el rechazo del aspecto eterno de la ley en sí misma) se aplicaba sólo a características limitadas dentro de la totalidad de lo que se habló en el Sinaí.

El enfoque fundamental del nuevo pacto es el de proveer perdón del pecado (tal como estaba prefigurado en el pacto del Sinaí) y crear un pensamiento justo en lo más íntimo del ser, así como la voluntad de obrar de acuerdo con ello. Esto se lleva a cabo al escribir los mismos fundamentos de la ley espiritual dada a Moisés, que no cambia nunca, en la mente y en el corazón en lugar de tenerlos escritos en objetos externos tales como tablas de piedra.

El nuevo pacto también ofrece el don del Espíritu Santo, para que sea posible “usar bien” la palabra de verdad (2 Timoteo 2:15). El Espíritu Santo nos provee con la motivación interna y la fuerza necesaria para obedecer aquellas leyes de Dios que nos enseñan a distinguir entre el bien y el mal (Romanos 8:7-9).

El ejemplo de fe de Abraham

En ambos pactos la ley de Dios define el pecado y establece un contraste entre éste y la justicia. Pero la ley no puede perdonar el pecado, y de hecho no lo hace. Para que quedara claro este asunto, Pablo les dio a los gálatas una lección de historia.

Se refirió al pacto que Dios había hecho con Abraham, el fundamento sobre el cual se estableció el pacto del Sinaí y después el nuevo pacto. El pacto contenía la “promesa” de que la “simiente” de Abraham obedecería a Dios perfectamente y así se mostraría calificado en todos los aspectos para ser el Redentor de “todas las familias de la tierra” (Génesis 12:3; Gálatas 3:7-8, Gálatas 3:29).

Ya que Jesús es ese Redentor, es sólo por medio de la fe en él y de él —y no tan sólo por tratar con las propias fuerzas de obedecer las “obras de la ley”— que se alcanza la liberación de la pena del pecado y del pecado mismo. La fe de Abraham aparece como el ejemplo supremo que debemos imitar en este aspecto.

“Porque no por la ley fue dada a Abraham o a su descendencia la promesa de que sería heredero del mundo, sino por la justicia de la fe” (Romanos 4:13). Por supuesto, esta fe había sido demostrada y estaba en armonía con la obediencia de Abraham.

Pablo establece el punto de que “sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado” (Gálatas 2:16). Continúa diciendo: “Porque si la herencia es por la ley, ya no es por la promesa; pero Dios la concedió a Abraham mediante la promesa” (Gálatas 3:18).

Para comprender todo lo que Pablo está diciendo, debemos entender ambos aspectos de la justificación. En algunos pasajes Pablo hace énfasis en la reconciliación: tratar con “los pecados pasados” (Romanos 3:25), para remarcar que se borran las transgresiones por medio de la fe en la sangre de Jesucristo. En otros pasajes se concentra en permanecer justificados por medio de la obediencia continua, algo que también es posible únicamente por medio de Cristo.

El propósito de la ley

Ya que la justificación no vino por medio del sistema legal dado a la antigua Israel, Pablo pregunta: “Entonces, ¿para qué sirve la ley [los aspectos temporales y tutoriales]?” Ahí mismo Pablo responde: “Fue añadida a causa de las transgresiones, hasta que viniese la simiente a quien fue hecha la promesa; y fue ordenada por medio de ángeles en mano de un mediador” (Gálatas 3:19).

Sin la preexistencia de una ley eterna e inmutable de Dios, no habría transgresiones ni pecados; tampoco habría culpa ni necesidad de perdón y justificación por medio de un Salvador. Por lo tanto, además de explicar la justicia, la ley de Dios define y condena las transgresiones. Debido a las transgresiones de una ley preexistente, fueron agregadas las leyes ceremoniales y de los sacrificios tan sólo como recordatorios temporales y disciplinarios del pecado, tal como lo aclara Jeremías 7:21-23.

Las promesas hechas a Abraham eran espirituales y son las mismas promesas que se han hecho al pueblo de Dios en la actualidad, a aquellos que se han arrepentido y recibido el Espíritu Santo. El pueblo de Dios hoy, al igual que el justo Abraham (ver Génesis 26:5), debe guardar la ley inmutable de Dios que define el pecado (aunque no pueda perdonar el pecado).

Los aspectos de la ley que tienen que ver con los sacrificios y el sacerdocio simbolizaban la redención (el perdón) de la culpa que el derramamiento de la sangre de Cristo haría posible en el futuro. Pero como ahora él ha sido sacrificado como “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29), estos aspectos simbólicos de la ley ya no se necesitan más.

Los principios de gobierno expuestos en la ley enseñaron al pueblo de Israel que Dios era el gobernante supremo. Cuando Jesucristo regrese, volverá a establecer estos aspectos de gobierno divino, pero esta vez en toda la tierra como “Rey de reyes” (Apocalipsis 17:14; Apocalipsis 19:19-21). Un gobierno justo, con mucha similitud con el sistema administrativo dado a la antigua Israel, será entonces aplicado a todas las personas y naciones (Isaías 2:2-4).

Como se mencionó anteriormente: “Porque no por la ley fue dada a Abraham o a su descendencia la promesa de que sería heredero del mundo, sino por la justicia de la fe” (Romanos 4:13). En esto están incluidos el perdón de pecados y el poder para obedecer totalmente a Dios. Por lo tanto, ya que Jesucristo es nuestro Redentor y Salvador, es sólo por medio del don de la fe que podemos recibir, de Dios por medio de Cristo, la liberación del pecado y de sus consecuencias (Efesios 2:8).

Gálatas 3:19: “Añadida . . . hasta que viniese la simiente”

Para subrayar la importancia del papel de Cristo en la redención, en Gálatas 3:19 se explica que la ley (temporal) “fue añadida a causa de las transgresiones, hasta que viniese la simiente a quien fue hecha la promesa”.

Cuando Cristo murió por nuestras transgresiones, la justificación por gracia por medio de la fe quedó disponible para todos aquellos que crean y se arrepientan.

Esa justificación no estuvo disponible por medio de la circuncisión, como una recompensa ganada por “las obras de la ley”. Sólo estuvo disponible como un don, por medio de la fe, tal como Abraham fue justificado por fe. Una vez cumplidos el sacrificio y la resurrección de Cristo (la Simiente), los sacrificios y ceremonias de la ley dada en el Sinaí ya no eran necesarios. Pero la ley eterna, espiritual, “la ley real” (Santiago 2:8), todavía está vigente en la actualidad para los cristianos.

Lamentablemente, muchos sacan las palabras de Pablo de su contexto y las tergiversan a tal grado que contradicen otras afirmaciones del mismo Pablo. En Romanos 2:13 dijo enfáticamente: “Porque no son los oidores de la ley los justos ante Dios, sino los hacedores de la ley serán justificados”. La justificación no está ni siquiera disponible para aquellos que se niegan a ser “hacedores de la ley”, la ley espiritual y eterna de Dios.

Un importante requisito para recibir el perdón que nos viene por medio de la justificación es el arrepentimiento (Hechos 2:38), lo que implica no sólo el pesar por haber quebrantado la ley, sino el compromiso de obedecer la ley de Dios desde este momento en adelante.

Sólo entonces puede uno recibir el Espíritu Santo, que es el espíritu “de poder, de amor y de dominio propio” tan necesario para vencer el pecado (2 Timoteo 1:7). El hecho de que la justificación es dada solamente a los “hacedores” de la ley espiritual de Dios, quiere decir que esa ley es algo esencial para el proceso.

Como nadie puede ganar el perdón por “las obras de la ley” (Romanos 3:28-30) y nadie puede tener éxito tratando de obedecer completamente a Dios con sus propias fuerzas, Pablo pregunta: “¿Luego por la fe invalidamos la ley? En ninguna manera, sino que confirmamos la ley” (v. 31).

Aun en Gálatas 3:21 Pablo confirma sin lugar a dudas que la ley y la promesa no se oponen entre sí, sino que se respaldan y se apoyan mutuamente: “¿Luego la ley es contraria a las promesas de Dios? En ninguna manera; porque si la ley dada pudiera vivificar, la justicia fuera verdaderamente por la ley”.

Tanto la ley como la promesa desempeñan un papel muy importante en “llevar muchos hijos a la gloria” (Hebreos 2:10). Pero son papeles distintos.

La ley explica la justicia y condena el pecado. Los aspectos simbólicos de la ley prefiguraban la redención. Pero el perdón de los pecados sólo está disponible por medio del arrepentimiento y la fe en Jesucristo, el Redentor prometido.

Para alcanzar el objetivo del nuevo pacto, las grandes leyes espirituales de Dios tienen que ser escritas en los corazones y en las mentes de aquellos que han sido perdonados y redimidos, de tal forma que puedan tener el carácter para servirlo a él fielmente por toda la eternidad (Hebreos 10:16).

Pero antes de que esto pueda ocurrir, la justicia de Dios tiene que cumplirse por medio de la justificación hecha posible por la sangre derramada de Jesucristo.