El enojo

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El enojo

El enojo es una parte importante de nuestras vidas. A pesar de ser censurado (o indeseable), no podemos evitar sentirlo en algún momento de nuestro día. El enojo es una reacción ante la indignación, y puede tener una duración breve o muy prolongada. En términos generales dicha indignación puede provenir de la desaprobación, repugnancia o decepción que algo cualquiera nos provoca: ya sea una imagen, un evento, un olor o ciertos sonidos.

Todos estamos expuestos a sentirlo y sin embargo es mal visto que alguien se muestre enojado. Es algo muy peculiar que da cabida a varias preguntas: ¿Es malo enojarse? ¿Es bueno mantener una sonrisa permanente? Y en el caso de que el enojo sea en contra de alguien ¿es bueno evitar la confrontación?

En mi opinión, profesional y personal, no. Enojarse no es algo que debiera ser motivo de reprimenda. El enojo (y el disgusto, que es su raíz), son una consecuencia directa de nuestra facultad de discernir, de nuestro libre albedrío. Este nos dota de la capacidad de generar un juicio propio y evaluar lo que consideramos positivo o negativo; es lo que nos hace seres humanos conscientes de nuestra realidad.

Si lo pensamos detenidamente, tachar este sentimiento de nuestra vida limita nuestra capacidad de relacionarnos con el mundo y de reaccionar ante lo que vemos en él. Así como la alegría proviene de experimentar algo agradable, el enojo proviene de experimentar lo contrario. Gracias a este contraste vivimos intensamente.

De modo que si lo que sentimos es una “consecuencia” de nuestro tránsito por el mundo, enojarnos o sentir alegría depende también en gran medida de nuestra forma de experimentar lo que nos rodea. Y he aquí el punto central de este texto: ¿Cómo vivimos en el mundo? ¿En qué estamos concentrados? ¿Qué valoramos más en nuestra vida?

Con la respuesta a esta última pregunta podemos encontrar la raíz de nuestros enojos.

Como cristianos, tenemos motivos de enorme peso para enojarnos, motivos que saltan a la vista de inmediato si estamos bien enfocados en el propósito de nuestra existencia. Nuestros sentidos, como escribí en otra publicación, deben estar al servicio de Dios, atentos a su llamado, a las necesidades de su obra y a nuestras necesidades para desarrollarnos como cristianos ejemplares.  Nuestros enojos deben ser contra las injusticias del mundo, contra sus carencias y hacia las aberraciones que cotidianamente ofenden a nuestro Padre.

¡En contra de estas cosas Dios y Jesucristo también se enojan! sienten decepción y repugnancia por aquello que los desafía y los deshonra.

Pero es importante recordar algo: no expulsar nuestro enojo como el mundo lo hace: con violencia, agresión y venganza. Usémoslo para cambiar lo que nos rodea y pidamos a Dios que todo aquello que marcha mal en el mundo sea corregido con el regreso de su Hijo.

Para todos los enojos, incluidos los más cotidianos recuerde siempre:

“Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo” (Ef. 4:26)