¡No es mi culpa!

Usted está aquí

¡No es mi culpa!

¡No es mi culpa!

¿Cuántas veces hemos oído o dicho estas palabras cuando algo sale mal? Casi siempre es lo primero que respondemos, sin pensar siquiera en todas sus ramificaciones. No nos gusta equivocarnos ni ser los responsables de algo desagradable, y rápidamente buscamos maneras de explicar o justificar el fracaso o la adversidad admitiendo nuestra culpa solo como último recurso — si acaso.

La conversión cristiana comienza con reconocer nuestra culpa, incompetencia y mala forma de actuar tanto en pensamiento como en conducta. Para un ser humano, este proceso es en sí un acto audaz y muy valiente.

Cuando el apóstol Pedro predicó en el día de Pentecostés (después de que Cristo ascendiera al cielo), las palabras que usó para dirigirse a la multitud reunida en Jerusalén fueron acusatorias. Sin duda, muchas de esas personas habían participado en la multitudinaria revuelta en Jerusalén cuando Cristo fue crucificado. Note lo que él dijo:  “Varones israelitas, oíd estas palabras: Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él, como vosotros mismos sabéis; a éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole”(Hechos 2:22-23, énfasis nuestro en todo este artículo). Luego, en Hechos 2:36, añadió: “Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo”.

Los que estaban reunidos oyendo este sermón fácilmente podrían haber culpado a los líderes judíos (quienes odiaban a Cristo), a Herodes (quien temía a Cristo), o al gobierno romano (que fue el que verdaderamente ejecutó a Jesús). Después de todo, ellos no habían sido los que atravesaron su costado con una lanza; sin embargo, reaccionaron sin rehuir la acusación, sino admitiendo su responsabilidad: “Al oír esto, se compungieron de corazón, y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: Varones hermanos, ¿qué haremos?” (v. 37).

Esta pregunta es la primera que uno debe formular si quiere ser un cristiano: “¿Qué haremos?”

Pedro les contestó diciendo: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (v. 38).

Lo que él quiso decir fue que uno debe cambiar su forma de actuar, haciendo un compromiso mediante el bautismo para luego recibir el Espíritu de Dios.

El proceso en sí es simple, pero comienza con asumir la responsabilidad de nuestra vida, lo cual debe continuar a lo largo de toda ella.

Pablo escribe en Gálatas 6:4-5: “Cada cual examine su propia conducta; y si tiene algo de qué presumir, que no se compare con nadie. Que cada uno cargue con su propia responsabilidad” (Nueva Versión Internacional).

Pregúntese lo siguiente: ¿Estoy tomando las riendas de mi vida y de lo que pasa en ella, o me estoy dejando tentar por hacerme la víctima y culpar a  los demás de lo que no resulta según lo planeado?

En mi rol como presidente de la Iglesia de Dios Unida, continuamente debo preguntarme lo mismo. Si las cosas no salen siempre de la manera que quiero, tengo que encontrar soluciones y remedios y admitir que debemos hacer las cosas de mejor manera.

Este enfoque es el más constructivo y trae consigo el apoyo y respeto de los demás.

Echarle la culpa a otros incesantemente es irracional e inútil. El cristianismo es un sistema de vida que exige una continua rendición de cuentas, lo que produce como resultado la bendición de Dios. ¡Examinemos nuestras vidas bajo la luz de este principio!